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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Mímesis

Autor: Marlon Andrés Toro Ortiz


—Bienvenido, joven. Soy el gerente y, el día de hoy, le enseñaré el almacén.

El señor, por medio de sus constantes inclinaciones y sonrisas, intentaba mostrarse cordial conmigo, aunque había algo en él que no me daba buena espina. Quizá era la inseguridad que me causaba la delgadez de su rostro, sus ojos ambiciosos y su amabilidad forzada.

—Nuestro almacén es reconocido por ofrecer productos de excelente calidad, por eso no es de extrañar que estemos ubicados en el mejor sector de la ciudad. Es por esto que debemos mostrarnos muy atentos con los clientes —decía mientras me contaba sobre la historia del almacén y cuáles eran las marcas más vendidas.

Después de un largo recorrido por los pasillos, nos detuvimos cerca de la sección de electrodomésticos y me dijo, de repente:

—Muy bien, joven, espéreme aquí vuelvo con sus guantes, uniforme y demás cosas para que empiece ahora mismo a trabajar, ¿vale?

El agente me dio la espalda y, poco a poco, se fue perdiendo entre la gente. Mientras aguardaba su regreso, el tiempo se hacía eterno. Comencé a inquietarme, no sabía en qué parte del angustioso lugar posar la mirada. Era como si las cosas me observasen y percibiesen mi ansiedad. La temperatura del ambiente estaba helada y las aspas de los ventiladores adquirían una forma filosa cada vez que cortaban el viento al dar una vuelta rauda, como si quisieran advertirme algo. Los hornos y las neveras, pese a permanecer inmóviles, con sus brillantes grises, lanzaban un reflejo lúgubre y, más allá de verse como simples objetos para cocinar y almacenar comidas, parecían derruidas torres donde gritaban personas durante su caída. En la TV salían reportajes sobre cómo un padre violó a su niña mientras se supone que le ayudaba con su tarea o sobre cómo un par de chicos dispararon contra sus compañeros de escuela después de ser víctimas de bullying.

Caminaba de un lado para otro buscando al gerente, pero no lo veía por ninguna parte; en su lugar, daba con personas que me miraban raro. Podría ser por mi destacable estatura o quizás por mis hombros anchos y espalda encorvada, que me hacían ver como si caminara con pereza. ¿Me encontraría todos los días atendiendo a esas personas y teniendo que aparentar seguridad? Me miré en un espejo y no pude evitar sentir repugnancia por mí mismo: mi nariz chata, mis ojos cafés y el asqueroso lunar de mi cuello, posado al costado de mi gruesa nuez de Adán. Pensé en salir corriendo, mas me detuve por la ilusión de haber visto al gerente. Luego me di cuenta de que no era él. Por lo menos, esa confusión me sirvió para distraerme y refrenar mi ansiedad. La gente seguía caminando a mi alrededor y persistían en su desprecio hacia mí, ¿o sería yo el que los vería mal?

Un anciano vestido de chaqueta y ropas sencillas, que hablaba con otro de los trabajadores del almacén, me vio. Por primera vez no me sentí odiado por la pupila de alguien. Era evidente que el señor estaba concentrado en sus asuntos. Aquello me hizo pensar si, en realidad, en todo este tiempo no pasaba nada y el agobio solo estaba en mi mente. Incliné mi cabeza y me detuve en mis manos, mientras me rozaba los dedos uno con otro y me acariciaba las palmas junto con las falanges. A veces me apretaba el espacio entre el pulgar y el índice, me arrancaba los uñeros o me mordía partes de los dedos.

Detuve mi gesto compulsivo cuando me percaté de que el anciano que había visto hace un momento se movía a mi alrededor e imitaba mis movimientos con las manos. Era exactamente el mismo gesto, con igual ritmo y velocidad. Cualquier persona estresada, preocupada o ansiosa haría un gesto así, pero en él –con su actitud tan parsimoniosa, libre de afanes–, no tenía sentido esa manera de actuar. Aquello lo tomé como un gesto provocador de parte del viejo. Quise confrontarlo, caminar hasta él y expresarle mi disgusto, por qué me parecía el colmo que ya todos estuviesen viéndome como un bicho raro y, encima, él viniese y se burlase de mí.

Cuando llegué al punto donde lo había visto, ya no estaba. Miré a todas partes y no lo encontraba. De nuevo, volvió a mi mente esa idea del invento y la exageración como explicación de este teatro del absurdo en el que me encontraba, mientras aguardaba la llegada del gerente. Terminé en la cafetería, sediento, con los labios resecos y pelados. Me humedecía la boca en vano, pues con cada paso de mi lengua por mis labios más se incrementaba la sensación de resequedad. Sin embargo, no fui capaz de tomar agua de ese sitio. Las máquinas que albergaban los jugos, gaseosas y agua se veían como cloacas que liberaban líquidos viscosos y gelatinosos. Las señoras que las servían en vasos de plásticos me dirigían una mirada pesarosa, de cansancio que se transformó en rencor. Una vez más, el odio del mundo se concentraba sobre mí, pues la gente que hacía la fila esperando su alimento podrido. Avanzaban, torpes, como encadenados unos de otros, desahogando su desdén por la comida sobre mí. Podía oír sus quejidos y sus desprecios, no a la comida, sino hacia mí, por observarlos y constatar sus miserias.

No entendía por qué todos allí me repugnaban, si yo solo estaba esperando al gerente, perdido y confundido en ese almacén inmenso. ¿Cuántas horas llevaría aguardando? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Tres…? Solo un día me bastó para contraer semejante pánico. Al pensar en ello, comprendía el desasosiego y furia de esos pobres, que trabajaban o visitaban más de una vez ese sitio para hacer las compras. ¿Cuántos días generarían aquella monstruosa actitud que reflejaba un espíritu tan fatigado? Mientras pensaba en tales cosas, miraba de un lado hacia otro, explorando con la mirada, no tanto para hallar algo, sino para distraerme y no dar con un punto fijo donde encontrase nuevas agonías.

Cuando disponía a retirarme, el anciano se metió a la fila de las bebidas, sediento y cansado, a juzgar por su boca reseca y su lengua que pasaba cada segundo sobre sus labios para humedecerlos. Casi se tropieza con los demás por estar mirando hacia arriba y dirigir su mirada a todos lados, como si estuviese perdido. Aquel gesto cambió mi compasión por enojo, pues sentí que me volvía a imitar. Sumado a ello, tras quitarse la chaqueta que traía puesta, descubrí que su camiseta era blanca y con un estampado de colores vivos. La camiseta era exactamente la misma que yo tenía. El enojo no pudo subsistir tras percatarme de ese hecho inusitado, sino que un pánico irracional me atrapó e impulsó a correr atemorizado. Volteaba a ver para todos lados y solo veía más gente asfixiante. No obstante, el horror me atravesaría con mayor fuerza como las aspas del ventilador, con un peso mayor al de cualquier edificio caído, al percatarme del comportamiento de aquellos individuos: jugaban con sus manos, rozándose las falanges y las palmas, análogo al anciano y a mí. Mientras me volteaban a ver, se mordían y lamían sus labios, caminando encorvados, con mi misma postura torpe y con la misma mirada desenfocada del anciano. Mencionarlo a él o a mí era redundar; él y yo éramos uno mismo y, al parecer, también pasaba igual con las demás personas, lo cual me horrorizaba más.

Les grité a todos que parasen, que dejasen de burlarse de mí, que no me hicieran eso, ¿con qué fin? ¡Qué sentido tiene!, yo soy un simple muchacho perdido, ¿por qué me convertí en el centro de sus imitaciones repulsivas? Estallé en angustia y emprendí mi huida. Esta vez no esperaría al gerente, no quería el empleo, no aguantaba más un lugar donde todos éramos el mismo. No quería servir a esos seres hostiles que tanto miedo me daban, no, no quería interactuar con ellos ni tener que supeditarme a atenderlos. En mi carrera, fui a dar contra el piso al chocar con un cuerpo. Se trataba del gerente, o eso creí cuando levanté la cabeza y leí en su camisa su apellido. Quizás, si le hablase, las cosas cambiarían y todo sería un malentendido de mi imaginación o, por lo menos, por fin se acabaría esto y saldría por la puerta de atrás, olvidándome de esas personas que jamás volvería a ver. No obstante, cuando lo miré a la cara, supe que nada estaba bien. Sus labios estaban resecos y pelados.

—¿Se encuentra bien, joven? Está demasiado pálido.

No, no esperé a comprobar si él hacía parte del conjunto de actores que se dedicaban a angustiarme por medio de esa desesperante mímesis. Me levanté exasperado, en busca de la puerta para escapar de esa agobiante cárcel. Todos los ruidos aumentaron chirriantes y estruendosos: las aspas del ventilador cortaban el viento con mayor brusquedad, dando la impresión de que en cualquier momento saldrían volando, la voz de la TV comunicaba las tragedias cotidianas con un tono tétrico y fuerte, los hornos cocinaban hasta estar al rojo vivo y pitando como si fuesen a estallar. Todo se me tornaba borroso y oscuro, aunque todavía distinguía los abominables gestos de las personas, mientras las paredes se erguían como muros carcelarios que se coronaban hasta el cielo con púas filosas. El mundo se me venía encima, no creía posible escapar, hasta que, en un acto milagroso, di finalmente con la salida.

Cuando me disponía a salir, el anciano se cruzó en mi camino, impidiéndome avanzar. Imitaba mi caminar, mi postura, mi mirada, mis gestos con la boca y las manos. Sus dedos se retorcían unos contra otros asquerosamente, sus huesudos y frágiles dedos se rozaban, horripilantes, pero lo más atroz de todo era que cuando vi mis manos también habían adoptado esa forma esquelética. ¿Era él el que me imitaba o, acaso, era ahora yo quien le copiaba a él? Sentía que mi cuerpo se convertía en huesos, como si ese almacén fuese mi propia tumba y me estuviese pudriendo. El resto de la gente se acercaba hacia nosotros dos, como los veladores de un cadáver próximos a enterrarlo. En sus caras no se advertía el pesar de aquellos que despiden al difunto, sino una mirada atrofiada por el rencor o el deleite morboso de quien se regocija con el dolor de su víctima. Las paredes se angostaban. Cada vez sentía más cerca sus miradas, sus labios resquebrajados, sus manos inquietas. No aguantaba más. Mi caída llegó, finalmente: me atreví a ver a los ojos al anciano y descubrí en ellos el mismo café que se posaba sobre los míos. Quedé atónito. Viré la mirada hacia su cuello y, como temía, estaba allí mi lunar, a un costado de la nuez de Adán.

Por mi cabeza no pasaba ya la duda de si el anciano me imitaba a mí o yo a él, o si eran aquellas personas las que seguían nuestros movimientos. Pasaba la angustia incesante y el horror profundo de no saber quién era, por culpa de ver mis ojos en los de él y todos los demás me llevaron a lanzarme sobre el anciano y ahorcarlo con todas mis fuerzas. Los demás nos miraban. Nos rodeaban. Pero no pudieron hacer nada para evitar que yo dejase sin respiración al anciano. A medida que mi irracional desespero evolucionaba con cada presión que hacía sobre su cuello, en mi garganta se perdía el aire también. Cuando se apagó el café de sus ojos, mi mirada se fue extinguiendo. Por fin descansaba del miedo, pues ya no tenía tiempo ni alientos para pensar en aquellas personas que, aun en mis últimos momentos, seguían mis gestos, imitando mi agonía y desmayo, mientras todo se derruía y apagaba. Solo la voz de la TV persistía, indicando, entre otras noticias, que en un almacén de la ciudad, un anciano, en un ataque de locura, se abalanzó sobre un joven, ahorcándolo hasta acabar con su vida.


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