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  • Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Dientes

Autor: Anónimo.


No fue culpa de Diana. Me gusta la Coca-Cola porque es oscura; no su sabor metálico ni por cómo arde en la garganta al tragarla. Y es que me deja los ojos rojos y las pestañas empapadas de lágrimas.

–No agités así la gaseosa –me regaña mi papá –. Mirá cómo estás regando todo.

Pero yo sigo agitándola en secreto porque descubrí que así me deshago de las burbujas. Si me sirven y siguen ahí, agarro una cuchara y revuelvo y revuelvo y revuelvo hasta que ya no queda gas. Solo entonces me quedo con el líquido negro y hago gárgaras hasta que los dientes se sienten distintos.

Nadie lo entiende. Excepto Diana.

Mi mamá le pagaba a Diana, la hija de doña Miriam, para que me cuidara las tardes. Me recogía en la puerta del colegio y me llevaba de la mano por las cuadras del barrio. Todos la miraban y le decían que era bonita, y es que sí era bonita. Lo sigue siendo, pues.

–¿Quieres Coca-Cola? –me preguntaba al entrar por la puerta, aunque ya conocía la respuesta.

Tomaba la botella, la agitaba un poco y servía dos vasos. Alguna vez le enseñé mis gárgaras y ella lo hacía conmigo, luego sonreía y me sorprendía que el líquido oscuro no manchara sus dientes. Cuando mamá toma chocolate, cuando papá se lleva el café a la boca o cuando mi hermano come alguna crema de espinacas, todos, siempre, quedan con los dientes manchados, oscuros. Pero no Diana. Ella deslizaba la gaseosa entre sus dientes y quedaban limpiecitos.

Cuando llegaba la noche miraba detenidamente a mamá, a papá, a mi hermano. Todos con las fauces sucias, llenas de comida y manchadas de café. Me resultaban desagradables.

Comencé a lavarme los dientes cada hora, con la esperanza de mantenerlos limpios como Diana. Pero nunca funcionaba: alguna cosa quedaba entre comidas, el yogur formaba una masa viscosa entre las muelas. Cada tarde miraba a Diana beber la Coca-Cola y luego sonreírme. Hasta que la resentí.

–¿Cómo se portó hoy, Dianita?

–Muy bien. Él siempre es muy juicioso.

–No me digan que se tomaron otro litro de gaseosa.

Y Diana me miraba entre risas, como si tuviéramos que guardar algún secreto.

Una tarde fría le pregunté si podía tocar sus dientes, pero se negó diciendo que no se había cepillado y que eso no se hacía. El día siguiente dijo lo mismo. Y el siguiente. Y el siguiente. Sus dientes se mantenían perfectos, sin manchas, sin viscosidades, sin rastros de comida. Debía tocarlos. Juro que era lo único que quería.

Me le acerqué por la espalda mientras trapeaba un charco en la sala, entre los muebles y las mesas. Salté sobre su espalda intentando alcanzar su boca para meter los dedos y tocar los dientes. Ella, furiosa, me puso sobre el suelo resbaloso y me soltó una cantaleta, pero yo solo podía ver sus dientes entre las palabras, asomar entre los labios como incitándome. Volví a lanzarme y ella me regresó al suelo.

–¡Te estoy diciendo que no!

Resopló exasperada, luciendo esa fila perfecta, blanca, esas ferocidades que no podía tocar. Cuando regresó al charco volví a saltar. No se lo esperaba, estoy seguro. Su pie resbaló sobre la humedad que dejaba la trapeadora y, en ese instante, casi instintivamente, le di una patada en la rodilla. Diana cayó muy rápido, agarrándose de mi camiseta y llevándome al suelo entre las mesas y los muebles. Silencio. Mantuve los ojos cerrados, temiendo otro regaño. Silencio. Sentí sobre la frente una gota. La gota venía de la punta de una de las mesas de mamá. Silencio.

Brotó ese líquido oscuro del cráneo de Diana y su mirada de sorpresa se fue apagando. Me acerqué despacio y puse los dedos sobre el charco que se iba formando. Me llevé el dedo índice a la boca y sentí ese sabor metálico de la Coca-Cola. ¿Habrá manchado mis dientes?

Ella seguía sobre el suelo, con el pelo revuelto por la sangre, la sangre del golpe, el golpe contra una mesa, por mi patada, por trapear las baldosas, por no dejarme tocar sus dientes.

Sus dientes.

Volví sobre el charco espeso y llevé mi dedo manchado hasta la boca de Diana. Separé los labios con rabia, estirándolos hasta donde su piel lo permitía. Sentí sus ojos sobre mí, pero no se oponía, como si quisiera dejarme. El charco se hacía más y más grande. Puse la palma de la mano sobre la sangre y metí todo el puño entre los labios de Diana, sintiendo sus dientes contra los nudillos.

Dientes ahora rojos.

Se mancharon.

Fui a la cocina por un vaso de Coca-Cola y me bebí el líquido despacio, haciendo gárgaras. Fui al espejo, me sonreí y… nada. No había mancha.

Y aquí estoy. Viéndola. Sigue siendo hermosa, pero ya mamá no podrá pagarle. Tampoco fue mi culpa. Me gustaba la Coca-Cola porque era oscura y no manchaba los dientes de Diana.




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