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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

La Lija

Autor: Maurizio Binda Saffon*


No hace mucho reconté una historia que ya había expuesto alguna que otra vez. En lugar de valerme del viento que sale de mi boca, usé la tinta que brota de mis manos. Qué tan bien lo habré hecho, todavía está por verse. El hecho es que ahí, en esas palabras que trataban de revivir la incepción de mi deseo por lo literario y de cómo acercarme a ello, comenté que este escrito llegaría eventualmente. Como una profecía vaticinadora de eventos desafortunados por venir garabateada en la pared del metro, este texto, que no me atrevo a clasificar de ninguna forma, llega a una semiexistencia engrilletada a los confines de las páginas en las que se escribe.

Lo que ocurrió en el escrito anterior y en muchos otros que le precedieron a ese, de hecho, fue que se sentían un tanto pausados al leerse. Normalmente, esas pausas son indicativos de una interrupción, de algo por fuera del ejercicio autoral que requiere de mi atención o me la roba momentáneamente. Recuerdo haberle escuchado a una mentora, entre destellos de cámaras y largas conversaciones, que no hay peor enemigo para el correcto fluir de las ideas de quien escriba que las interrupciones que se le hagan, mientras que los pensamientos intentan manifestarse en el mundo en forma de palabras.

Claro, ella no consideró el hecho de que no todas las suspensiones son externas. Las correcciones de accidentes gramaticales, el reposicionamiento de palabras en una oración, la adición o eliminación de puntos y comas y, por encima de y más importante que todas las anteriores, qué palabras se van a utilizar o qué sinónimos pueden aplicarse para tal o cual pasaje, constituyen una paradoja que no me sorprende en lo absoluto tras un año de estar pisando las tierras presididas por las letras tejidas entre sí. No se entrevé fácilmente al principio, pero las mismas palabras y la manera que se blanden en el papel son una interrupción al fluir de pensamientos a dedos.

¿La usé correctamente? ¿Esto si se entiende así? ¿Lleva c o s? ¿Cuál va primero? ¿Punto, coma, punto y coma? Déjame buscar otra manera de decir esto que está aquí, ya usé esta palabra antes. Capaz necesito más sangrías o menos párrafos. ¿Qué seguía después de esto? ¿Esto si tiene coherencia? ¿Aquello se lee bien?

De todas las dudas anteriores, frecuentes al momento de tratar de producir cualquier cosa, no hay ninguna que me cause mayor grado de incomodidad que: ¿cómo puedo poner esto en palabras? Es una cosa altamente presunciosa. Pedante, incluso. Altamente humana, pues en su orgullo; uno jura que es capaz de hacerlo, aun cuando no sea lo más apropiado.

Fue este el problema con el que me encontré tratando de hablar de la experiencia que me llevó a la literatura en primer lugar y, al principio, pensaba que era una señal de mi poco talento autoral. ¿Qué vas a estar siendo un autor si no puedes poner tales experiencias a texto? Mejor dedícate otra vez a los números. Creo, diría yo, que este año me ha dado la motita de sabiduría necesaria para poder ver que esto no es, necesariamente, señal de que estoy pintando la casa que no es.

No todo lleva un por qué y, si lo lleva, hay una decepción curiosa de enterarse de que puede ser porque sí y acabar ahí. De un momento a otro, entendí que no todo puede ser palabra, porque la palabra, independiente de cuán fluida, bella y de seda sea la lengua que la use, representa un confín, un espacio lleno de posibilidades y tendiendo a un infinito aparente que desafortunadamente encuentra su límite de manera eventual e infalible. Creería que es por eso por lo que tantas escenas a lo largo de los años buscan experimentar con cómo tratan de hacer llegar una imagen a quien está experimentando el fenómeno, como aquella del reino perdido de las arenas de Shelley o la del ángel en caída libre en Altazor.

Lo que ocurre con estas vistas, de las cuales hay infinidades en los ríos de tinta que fluyen por la historia, es que tienden a venir de la mente del individuo, tomando prestadas nociones de otras personas y encontrando inspiración en otras obras, ciertamente, pero cuando se enfrenta con algo propiamente de la experiencia humana, como lo es sentarse a ver el atardecer y disfrutar de la brisa, estar contento en compañía de otros tras una buena cena, hacer cosas de manera espontánea (sin algún porqué divisable) o detenerse a ver cómo caen las motas de polvo a través del único rayo de sol que se asoma entre las grises nubes, las palabras no parecen ser suficientes. Mientras más se hable de lo que se está viendo, más clara es la imagen en la imaginación de quien lee, por supuesto, pero muy como la posición del electrón relativa a su velocidad en la nube azarosa en la cual se mueve, mientras más se sepa de lo uno, menos se sabe de lo otro. La precisión de esta imagen viene acompañada por una falta de la sensación interna que suscita tal espectáculo. Poniéndolo de otra forma, a menos que la descripción del fenómeno que se esté llevando al papel (o a la partitura, que también puede ser tema para otro momento) esté mezclada con la manera en que tal espectáculo hace que el individuo reaccione, será una visión similar a una fotografía de postal de lo que está tratando de describir. Esta es, palabras menos que más, la razón por la que no escribo de la lluvia, los atardeceres o la brisa.

Tales experiencias se ven netamente perjudicadas por el hecho de intentar describirlas. La belleza del aullido de un gato por la noche se entiende mejor escuchándolo que tratando de imaginar cómo suena. El aroma trágicamente nostálgico de una flor que sólo se mantiene abierta por unas horas no llega a suscitar la misma sensación de urgencia por apreciarla cuando lees de ello. Las luces del norte no son más que un fenómeno electromagnético cuando se describen en un párrafo. Y como me dijo una compañera una vez, un tanto impúdica, en nuestros inicios como estudiantes de literatura, no hay palabras que correctamente describan cómo se siente un orgasmo.

La diatriba anterior (y con esto quiero decir el texto hasta este momento) es el pilar en el que me quiero parar antes de hablar de un videojuego, denominación que, comúnmente, es una clasificación descalificatoria para muchos. No falta quien ya viró los ojos ante la mención. Aquí puede parar si lo hizo.

GRIS representa para mí, la experiencia que no puede ser contenida en palabras por excelencia, excluyendo momentos de la vida por fuera del hábito de las formas de entretenimiento y arte (debate al cual no aportaré nada más de lo que ya se ha dicho). Los trágicos nos conmueven con la poesía de sus palabras y lo desgarradoras que son sus historias. Los maestros del terror, valiéndose del miedo de lo desconocido encontrado en una palabra escrita al revés y de lo que no lleva por centro una explicación racional, invocan las fuerzas primordiales que nos han mantenido vivas durante tanto tiempo. Los románticos nos hacen sentir nostalgia por reliquias polvorientas y las ruinas musgosas que no sabíamos que existía antes que escucháramos de la caída del rey de las arenas. Claro, todo esto es algo que intento decir, pero no puedo terminar de abarcar en las doscientas y tantas palabras que se supone que sé. Hay momentos en los que uno sencillamente tiene que dar paso a lo que ve y siente en lugar de lo que pueda decirse, pues poder no implica deber.

Habiendo revisitado las planicies albas, las arenas carmesíes, los bosques esmeraldinos, las profundidades tintadas y la bóveda celestial no hace más de medio día, reafirmo mis sentimientos de no poder describir qué es, exactamente, lo que me termina de conmover de esta historia muda, ni dónde o cómo se expresa su belleza más allá de los detalles superficiales como el estilo de la acuarela que se pinta y despinta frente al jugador.

Supondría, atreviéndome a decir barbaridades en el proceso, que es la propia empatía del ser humano la que me llevó a parecerme a la carátula del juego en primer lugar y la que me acerca a entender mejor qué es lo que me causa que las lágrimas no paren. Empatía con las personas que habían visto cómo se les desvanecía el color del mundo, empatía por las veces que he leído de testimonios de gente que ha sufrido por tener amigos o familiares que se encontraban en esa situación, o empatía conmigo mismo por haberlo sentido en viva carne y poder encontrar la forma de perdonar esas ocurrencias tan descorazonadoras. Es increíblemente curioso cómo una pieza de multimedia, que sólo se vale de vocalizaciones instrumentales para siquiera aludir al habla humana, pudo decir tanto y más de lo que yo pueda intentar plasmar en estas líneas de texto.

Hacer este escrito me recuerda a ese ejercicio de pensamiento tan célebre entre aspirantes autores y la gente que cuestiona la profesión: ¿cómo haces para escribir lo que no puedes describir con palabras? Mi respuesta ante ello siempre había sido que uno tenía que experimentar con la manera que intentabas expresar la idea, de la estructura de las oraciones en relación con el párrafo, las palabras que usarás al querer pintar en el lienzo de tinta y de cómo, entre todo lo hecho, podrías hacer que lo tuyo fuera único y reconocible, de tal forma que esa visión inefable tuviese, aunque sea, una aproximación a lo material.

Ahora que estoy más cerca a tener canas (o de no tener cabello y punto, dependiendo de qué tan mal me vaya en la lotería genética), sé que una respuesta más apropiada se encuentra en el acto de encoger los hombros y decir que no siempre se va a poder, y más de una vez no se debería. Si de verdad tienes un afán por describir sin palabras, recurre a un medio que no sea la literatura. Lo más probable es que te vaya mejor.

Volviendo al juego, lo bello de GRIS, de su mensaje mudo, del mundo abstracto donde acompañas a los pájaros en su vuelo por los aires, las piedras tienen patas, las copas de los árboles son cascadas que caen eternamente, las luciérnagas revelan ciudades de vidrio, el canto hace que las flores abran y los lotos lloren, donde caminar sobre las constelaciones es más una realidad que un sueño febril es que todo lo que ocurre se puede entender sin necesidad de que alguien se siente al lado tuyo para explicarlo imagen por imagen. Ciertamente, la temática que aborda, la salud mental, requiere de un conocimiento previo de las fases del duelo y saber de la teoría del color probablemente haga que el entendimiento de los tonos y cambios de tono utilizados sea mucho mayor, pero ignorar esto no impide que su disfrute sea pleno para quien esté experimentándolo. No necesito ser cineasta para disfrutar de una película, ni fisicoculturista para entender cómo funciona mi cuerpo.

El problema con describir este juego y la experiencia que implica para quien se siente a jugarlo radica en el que el mismo juego no se preocupa por usar palabras para expresarse ni clasificarse más allá de contarnos su nombre en la pantalla de título. Con seguridad y confianza, se desarrolla ante los ojos de quien está al mando, gastando nada de su tiempo en asegurarse si quien juega está entendiendo o no. Acercarlo a las palabras, incluso para explicarle a alguien de qué va, hace que se sienta insípido, poco inspirado, pretencioso, incoherente o, si mucho, como algo que no ofrece nada más allá de algunos pantallazos bonitos. Ponerlo en contexto del área donde se desarrolla, o reducirlo al hecho de que es un videojuego y que no es más que sencillo entretenimiento creado con motivos de lucro es similar a decir que el David de Miguel Ángel es mármol y no más, o que Don Quijote de la Mancha es tinta sobre árboles talados. No es que no sea verdad, es que no es justo con la obra ni lo que ella representa desestimarla de tal manera.

Haciendo un esfuerzo enorme en contra de mis pretensiones poéticas, propias de la juventud, dije lo que pude para no pisarle los talones demasiado al juego, pues era éste el que tenía que contar su historia, no yo. Mientras más me acerque a tratar de dar una razón, un porqué me sentía así o hasta un de dónde salen estas emociones, más dañaba la experiencia. No hay nada que yo pueda decir que le haga justicia a lo que es GRIS, de cómo hace que mi imaginación vuele y que mis emociones broten, de por qué es tan importante para quien soy, como estoy seguro de que lo sabían los grandes de la escritura latinoamericana frente a, digamos, lo abyecto de la violencia tan pronunciada en nuestros países o lo curioso de nuestra condición como deambulantes de la raza cósmica.

En el tiempo que lo visité por segunda vez, no hacía sino preguntarme cómo había sido tan afortunado para descubrir tal cosa en mi vida. Por mal autor que pueda hacerme parecer, por rastrero que pueda sonar o cuán trillado sea, no hay palabras que pueda decir que describan del todo lo etéreo del plataformero del ensueño. Tratar de encasillarlo en descripciones resulta injusto para mí como pseudoautor y como humano, como también lo es para el juego. Después de todo, no hay forma de nombrar definitivamente qué fue lo que hizo que te despertaras llorando de aquel sueño, pero sabes que no tienes por qué justificarte.

Sean los colores, sea la música, sea el mensaje mudo, sea la identificación, sea lo que sea, darles nombre a estas cosas es exponer esta experiencia a la Lija de las Palabras, de donde salen obras y piezas pulidísimas, ciertamente, pero cuyo aserrín no hace, sino que me lamente por aquello que no pudo abarcarse en el espacio confinado de la tinta en forma de letras.



*Maurizio Binda Saffon es un estudiante de estudios literarios en la Universidad Pontificia Bolivariana. Cuando no está pensando en videojuegos, está pensando en cómo defenderlos como literatura, en maneras de conciliar su trasfondo en ingeniería con las artes o en formas de traumatizar a sus jugadores en su campaña deCalabozos y Dragones.

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