Autor: María Camila Porras Taborda*
Suena la voz de Lorenzo. Me despierto. Son las tres de la mañana, el pájaro de montañas verdes no deja de repetir la única palabra que sabe que no debe. Santiago. Santiago. Santiago. Me limito a esconderme entre las sábanas y almohadas, pero no logro dormir. Miro la hora. Tres de la mañana. ¿Aún?, pienso. Debe ser que el reloj de cuerda que mi abuelo me regaló ya no sirve más. Su cuerpo, como el de él –y como el mío eventualmente–, dejó de correr al compás del tiempo.
Decido levantarme. No encuentro mi celular, nunca sé dónde lo dejo. Tomo el buzo que dejé tirado en el suelo la noche anterior y abro la puerta. Lorenzo y yo hicimos el pacto de que él dormiría en el patio y yo en mi habitación, que queda en el fondo de la casa. De esa forma él puede cacarear todo lo que aprende en el día y yo puedo dormir. A veces me sorprende con canciones de rock o chistes malos. Mi mamá lo cuida, mientras yo trabajo. Antes mis abuelos lo hacían. Antes de ellos, mi novio lo hacía.
Mientras pongo a calentar café, miro las paticas de Lorenzo. A él le gusta que le lea historias de terror y que le cante. Aunque le gustaba más que Santiago y yo le cantáramos juntos. Él tomaba su guitarra, yo comenzaba a bailar y la grabadora de plumas verdes no dejaba de mover sus alas y de hacer ruidos ininteligibles. Sin embargo, ahora todo es diferente y el ave que tantos años me ha acompañado, el ave que el hombre de cabello de chocolates ondulados me regaló, no ha comprendido que el tiempo se detuvo solo para la música, que ahora quedamos la cantante, el corista y una casa vacía.
Camino despacio hacia el patio, siento el frío de la madrugada en mis dedos. Cuando los pequeños ojos de pájaro asustado me ven, se paralizan. Su pico queda suspendido en un Santi...
–Hola, gordito bello —le digo—. ¿No puedes dormir? ¿Quieres que te cante?
Pero Lorenzo, que en otros momentos me habría dicho Sí, Gabi, o que hubiera comenzado a cantar, no lo hizo. Lo tomo entre mis manos. Su cuerpo parece una pandereta en épocas de diciembre. Lo escondo en mi buzo y me siento con él en uno de los muebles.
Sin darme cuenta, me quedo dormida con Lorenzo en mi pecho. Una brisa me despierta. Miro hacia el balcón, pero los ventanales están bien cerrados. Miro hacia la puerta del apartamento y lo descubro, está abierta, pese a que la noche anterior le había echado seguro. Intento levantarme, pero no siento mis pies. Intento tomar a Lorenzo, pero su cuerpo se me escurre entre trazos de humo de cigarrillo. Intento gritar, pero un sabor a café amargo apaga mi voz. Solo puedo subir la mirada, entonces lo veo.
Sus ojos, que antes eran del caramelo de la guitarra, son ahora pozos vacíos que succionan mi alma. Le grito que pare, que Lorenzo no tiene la culpa, que si no le cantaba a ese pájaro, me iba a abandonar también. Yo no te abandoné, me responde entre bocanadas de un Lucky Strike eterno.
Lentamente su figura nudosa, sin pies y lleno de raíces, comienza a acercarse a mí. Yo te quiero.
–No —le digo—.
—Ahora estoy con tus abuelos.
–No te creo —le respondo—. Ellos no pueden estar en el infierno.
Se ríe. Lo hacía cuando sabía que tenía razón.
—Vamos —me dice—.
–No. No puedo dejar a mi mamá y a Lorenzo —maúllo con voz temblorosa.
—No te preocupes, me los llevo para que no estés sola.
–No te atrevas —le grito entre furia y miedo—. No los toques, no te metas en sus sueños, no les hagas esto.
—¿Esto?
Creo que rompí lo poco que quedaba de su alma, pienso. Ahora sus espinas se entierran en mi pecho.
–¡No quiero morir! —intento articular mientras el aire me deja vacía, oscura, hundida entre un pantano grumoso.
Su cabello, que tanto amaba era ya, luego de tanto dolor, un cúmulo de hojas secas y podridas. No había ni siquiera un otoño bonito en este vaho. No era el hombre con el que había decidido vivir eternamente, ya no. Me dijo, entre lo que parecía ser una pesadilla y estar realmente en el infierno, que debía irme con él y que no hacerlo no estaba entre mis opciones.
Deseo correr, pero mis pies son ahora raíces. Quiero llorar, pero solo sale humo de mí. Intento golpearlo, pero solo expulso las espinas que me ha dejado clavadas.
Ahora sé que debí dejarlo partir de mi vida hace mucho. Ahora sé que debí botar su caja de cigarrillos, que no debí tomarlos de su chaqueta. Debí dejarlos ahogarse en los mares carmesíes que él creó. Ahora sé que no debí fumarlos. Ahora comprendo sus labios morados. Hijueputa, pienso. Mi vida a cambio de la vida de mi mamá y Lorenzo. Ahora sería yo quien los abandonaría.
–Me despediré primero —le demando.
—No.
–Lo haré —mis lágrimas de tonos rojizos hablan por mí.
—Está bien. Solo una breve nota.
—Acepto.
Mi mamá le narra a Lorenzo que me encontraron a las tres de la mañana, envuelta entre sábanas coloradas. Mis labios tenían un olor similar a las almendras. Mis labios olían y lucían como los de Santiago. Sus besos de noche me habían tocado. Mi mamá se guardó los demás detalles. El ave no tenía por qué saber de mi pecho arañado, de mis muñecas cortadas y de mis dedos sin uñas.
Entre montañas de hojas arrugadas, mi mamá vislumbró la nota que le dejé y la leyó para ella misma. Entre garabatos asustados y lágrimas le escribí:
Quemen esta casa con mi cuerpo adentro y váyanse. Es mi último deseo. Y, mamá, cántale a Lorenzo por mí. Y si lo escuchas repetir mi nombre o el de Santiago, corre. Corre y no mires atrás.
*María Camila Porras Taborda. Estudiante del pregrado de Estudios Literarios en la Universidad Pontificia Bolivariana y de violonchelo en la Red de Escuelas de Música de Medellín. Es aficionada a los talleres de escritura creativa, clubes de lectura y de collage. Entre sus posesiones más valiosas se encuentran una lámpara en forma de luna, un borrador en forma de chococono y muchos stickers.
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