Autora: María Camila Badillo*
Sé también que podemos permanecer serenos ante la fotografía del ser que hemos perdido y unos minutos más tarde echarnos a llorar (…) Que tememos olvidar la voz, el olor, quien sabe si el rostro.
-Lo que no tiene nombre, Piedad Bonnett 2013.
Enfrentarse cara a cara con el duelo, es tal vez uno de los procesos emocionales más difíciles que todo ser humano debe encarar en algún punto de su vida. Se trata de habitar lo incomprensible, el dolor que no puede explicarse, y un vacío que no logra llenarse.
Así pues, resulta como un recurso común a la hora de enfrentar el duelo la producción o el refugio en algún tipo de arte o literatura, con el fin de materializar y darle cierto sentido a aquello que no puede explicarse, tratar de ser una especie de manual para algo que nadie sabe hacer. Tamarit por su parte sostiene que, al experimentar la muerte de un ser querido además del dolor, aquello que resulta incomprensible es la muerte misma, en donde la razón no puede habitar la experiencia, haciéndola llegar al límite “donde la obra artística se presenta como vehículo idóneo para la expresión y transmisión de esa experiencia” (6).
Tratar de delimitar el sufrimiento lo convierte en un proceso más llevadero, racionalizarlo para tratar de transformarlo en algo concreto en busca de entendimiento ante lo inconmensurable y abrumador que suponen estos acontecimientos, implica también ver y aprender a sobrellevar la extrañeza de la realidad sin ese ser amado.
A partir de esto, se desarrollará en este artículo una breve comparación entre algunas obras literarias y artísticas que narran dichos duelos, siendo estas: Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett y Paula de Isabel Allende, así como Portrait of Ross in L.A. y Untitle ambas de Felix Gónzales-Torres. Se propone así un análisis de las poéticas que surgen en la pérdida de un ser amado, los procesos de duelo que estos generan, así como la comprensión de los mismos por medio de la literatura y el arte como un medio a modo de una suerte de terapia para afrontar la pérdida.
De esta forma objetivar los sentimientos funciona como un ejercicio para exteriorizar el dolor y la pena en la que el doliente está absorto, tiene la posibilidad de expresar y convertir ese dolor en cantos, poesías, narraciones, ilustraciones, entre otros; el propio Hegel lo afirma al sostener que “es muy corriente el caso de artistas que, afectados por una desgracia, consiguen disminuir y debilitar la intensidad de su pesar exteriorizándolo en una obra de arte” (Hegel, 51); esto permite entonces cierta interacción con el sufrimiento, permite liberar el lugar de donde procede aquel dolor, dialogar con este y así tratar de convertirlo en patrones terapéuticos que acompañan la pena, en un momento en el que no puede hacerse nada más, “cuando se vive en el dolor solo se puede trabajar con el dolor” (Tamarit, 26); es lo único que existe en el momento de confusión, en el choque de la realidad en la que no se encuentra el ser querido, lo único que queda para recomponer las partes que faltan es trabajar con el dolor y moldearlo de una forma en que pueda hacerse más soportable.
En este sentido, la producción de una obra, sin importar que llegue o no a publicarse, es precisamente hacer de ese dolor un asunto más llevadero, la obra se convierte en el duelo, pues reconocer que ese otro ya no está, reconocer el sufrimiento que produce la ausencia, “es lo que permite seguir viviendo, es el duelo, solo así se puede olvidar, no a la persona, sino al extrañamiento que produce el hecho de que uno sigue viviendo, que el mundo sigue andando sin la otra persona” (29). Aprender a vivir en un mundo diferente en el que no habita el ser amado es aquello que genera ruido, lo que causa el extrañamiento al que se refiere Brodsky en su texto Less than one.
Cuando en la perdida todo pierde el sentido, el lenguaje se vuelve el hábitat del escrito y el arte el del artista, aquello que le permite conectarse con el mundo real y un plano que a penas se comprende; la producción de obra se vuelve el lenguaje inevitable y adecuado para habitar, para darle sentido a un mundo que lo carece y contener ese dolor y a ese ser querido que se ha ido.
También puede, con el fin de tener otros puntos de vista, estudiarse el aspecto meramente médico y psicológico en aras de entender los procesos de duelo con un enfoque más científico, así Verónica Romero lo define como “una serie de comportamientos, sentimientos y emociones que se manifiestan cuando se produce una pérdida de algo o alguien significativo.” (2) explicando también que, en la mayoría de los casos, esto se manifiesta en una reconstrucción de la persona que vive el duelo, de sus relaciones y ocupaciones. También Isou Cabodevilla sostiene que la vivencia de los duelos es algo inherente de la condición humana, pero que a pesar del sufrimiento que este supone, “el dolor al igual que el amor, tiene sus tiempos, sus ritmos, sus periodos” (13).
Otro aspecto que es importante tener en cuenta para trabajar estos temas es el trasfondo sociocultural en el que se habita, puesto que, al ser la muerte un asunto ritual, resulta natural que, en cada zona, cultura o comunidad, se celebre de formas diferentes, afectando así los procesos de duelo de las personas cercanas al fallecido. En este caso nos centraremos en los ámbitos y rituales más occidentales, en los cuales se llora la muerte de un ser querido como el vacío que deja su ausencia.
El dolor desde el arte.
Entonces, como ya se ha mencionado en este artículo, resulta bastante común cuando el artista o el escritor que sufre un duelo, lo exteriorice por medio de su obra, de su quehacer. Así, hemos llegado a conocer obras que han impactado por su realismo, por el inmenso dolor que habita allí, y por la conexión tan profunda e intima que logran establecer con un espectador o lector que, tal vez, haya vivido o esté pasando por algo similar.
Así, en las obras literarias a tratar se observa decantado justamente el dolor, la zozobra y en algunos casos la rabia, por la muerte de un ser querido. En las obras de Paula y Lo que no tiene nombre, ambas autoras narran de formas diferentes lo que supuso afrontar la muerte de sus hijos, resultando en narrativas infinitamente desgarradoras, mostrándose de la forma más vulnerable posible a la hora de retratar la muerte, por ejemplo, Bonnett escribe:
“Ahora, pues, he tratado de darle a u vida, a tu muerte y a mi pena un sentido. Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme.” (131)
De la misma forma Allende manifiesta su pena en numerosas ocasiones en el relato de Paula, sin embargo, en las últimas páginas cuando su hija se encuentra en sus últimos momentos, cuando deja salir, como si fuese una gran llamarada, todo su dolor:
“Tal vez los médicos se equivocan y las máquinas mienten, tal vez ni estás del todo inconsciente y te das cuenta de mi ánimo, no debo agobiarte con mi llano. Me estoy ahogando de pena contenida, salgo a la terraza y el aire no me alcanza para tantas lágrimas (…) Todo lo había perdido y mi hija se iba, pero en verdad me quedaba con lo esencial: el amor. En última instancia lo único que tengo es el amor que le doy.” (423-429)
En ambas narraciones puede verse claramente impreso el profundo dolor en el que se encuentran sumidas estas madres, puede evidenciarse también el afán por escribir, por sacar de alguna forma aquello inefable que las asecha, la muerte que cargan sobre sus hombros y el dolor profundo que las habita, sin embargo, existe una diferencia con respecto a cómo cada autora experimenta la muerte. El fallecimiento de Daniel, hijo de Piedad Bonnett resulta en muchas medidas inesperado, se narra desde ese evento, desde la muerte misma que no pudo acompañarse, que como la propia Bonnett lo describe, fue avisada por medio de una llamada telefónica,
“(…) Mi hija mayor, me dio la noticia por teléfono dos horas después, con cuatro palabras, de las cuales la primera, pronunciada con voz vacilante, consciente del horro que desataría del otro lado fue, claro está, mamá. Las tres restantes daban cuenta, sin ambages ni mentiras piadosas, del hecho, del dato simple y llano de que alguien infinitamente amado se ha ido para siempre, no volverá a mirarnos ni a sonreírnos” (18)
Por el contrario, la muerte de Paula, hija de Isabel Allende se encuentra enmarcada en la lentitud, en la decadencia a causa de su enfermedad, que atraviesa toda la narración. En ambos relatos se nos muestra al ser amado, vida, su enfermedad y su muerte, sin embargo, aparecen dos narrativas del duelo desde las experiencias de ambas autoras. Desde la muerte que llega de golpe, de la decadencia mental y del horror que esto supone, y desde la muerte paulatina y agobiante en medio de las paredes de un hospital.
En este punto, se evidencia lo expuesto en el inicio de este artículo. La escritura funciona como vehículo del dolor y la pena, como resguardo, como duelo. En numerosas ocasiones ambas autoras se refieren a cómo la escritura les ayuda a soportar el dolor, a darle sentido a lo que acontece. Allende comienza el libro a modo de cartas con la esperanza de que su hija despierte y pueda estar al corriente de lo que ha sucedido, y por medio de estas cartas que nunca fueron leídas por su receptor original, se va desvelando la decadencia de Paula y el avance de su enfermedad. Así, Allende afirma con respecto a la escritura:
“Tengo el alma sofocada de arena, la tristeza es un desierto estéril. No sé rezar, no logro hilar dos pensamientos, menos podría sumergirme en la creación de otro libro. Me vuelco en estas páginas en un intento irracional de vencer mi terror, se me ocurre que si doy forma a esta devastación podré ayudarte y ayudarme, el meticuloso ejercicio de la escritura puede ser nuestra salvación (…) te escribo Paula, para traerte de vuelta a la vida” (19)
De la misma forma Bonnett también escribe:
“Vivir un duelo: una experiencia hasta ahora para mí desconocida (…) Tomo notas, me observo. Ahora sé que el dolor del alma se siente primero en el cuerpo (…) porque a pesar de todo, de mi confusión y mi desaliento, todavía tengo fe en las palabras (…) pero sobre todo porque como escribe Millás «La escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas».” (123-126)
Es evidente, luego de revisar los fragmentos anteriores, que por medio de la escritura, de la materialización de lo incomprensible, se soporta el duelo, se reconoce la muerte del ser querido mientras se trata de crear y entender un mundo en el que ya no está esa persona, retratarse en la obra como ese yo que sufre, realizando el duelo que apenas si puede comprenderse. Se trata de darle sentido a la vida y al extrañamiento que produce la muerte, esa muerte paulatina que se acompaña y la muerte que estalla como una llamarada, la muerte que nos acompaña, pero que se hace imposible mirarle a los ojos; lo que permite que el mundo de las letras, el mundo que se crea, sea aquel en el que se contiene la muerte.
Ahora bien, con respecto a las artes, se hablará en este artículo de las relaciones con el duelo en dos obras del artista Félix González-Torres, la primera: Portrait of Ross in L.A. consta de una pila de dulces que se coloca en una esquina de la sala de exposición, como se ve en la siguiente imagen.
Esta obra es catalogada por muchos como la obra más desgarradora del artista, pues, a pesar de parecer una pila de cosas desordenadas sin sentido, al ver más allá de lo que deja ver la simple observación, se comprende el profundo dolor que guarda. La pila de dulces tiene un peso designado que corresponde al peso que tenía Ross, pareja del artista cuando estaba sano. Lo anterior, es la primera narrativa que presenta la obra, posteriormente, se es invitado a cada espectador de la obra a tomar un dulce de la pila, lo que paulatinamente comienza a reducir el peso y la presencial de Ross, representando el declive progresivo que le causó el SIDA, enfermedad con la que batalló hasta su muerte en 1991.
“Lo que pasa con el tiempo es que Ross gradualmente se desvanece y desaparece, refiriéndose a su batalla contra el SIDA (...) de la misma forma manifiesta que al tomar un dulce, también nos llevamos un pedazo de Ross con nosotros, participamos en su vida y lo llevamos con nosotros, llevamos su memoria en el pequeño gesto de los pequeños dulces empacados” (Ward, 0:57)
Se trata entonces de un retrato póstumo que, sin necesitar una imagen pictórica, es capaz de narrar, a través de una poética muy potente y concisa, esa pérdida, esa vida de una pareja que poco a poco se fue esfumando.
Por último, una de las obras más populares del artista es la serie de fotografías de una cama vacía que retrata la huella de dos cuerpos, tratando de esta forma retratar la propia ausencia; se presentan en vallas publicitarias gigantes las fotos erigiéndose en medio de la ciudad. “Se trata de un tributo a Ross Laycock, pareja del artista, quien murió el año de la realización de la obra, éste es un retrato íntimo de la despedida de un ser amado.” Como afirma Mejía, es una poética infinitamente íntima que retrata la extrañeza que produce la ausencia del ser amado, la soledad, en medio de un retrato que exhibe lo más íntimo en un espacio público.
Concluye el dolor.
Materializar lo inexplicable, darle un sentido a una realidad que parece carecer de este, racionalizar lo irracional del sufrimiento y enfrentarse a la muerte, son algunas de las infinitas cosas que supone afrontar un duelo, y existiendo infinitas maneras de procesarlo, en el arte aparece una luz como un refugio que arropa, que permite hacer concebible algo que parece inconmensurable. No existen formas, ni manuales que logren explicar cómo sobrellevar el duelo de un ser profundamente amado, sin embargo, la objetivación de lo sentimientos funciona como ejercicio catártico, permitiendo a su vez un paso por la representación de estos que aparecen como un cúmulo de afectos y dolores que poco a poco logran encontrar un lugar y un sentido, existiendo por medio de las palabras o el arte.
Se trata de, como afirma Rilke, hacer cosas a partir de la angustia, sacar ese dolor que se lleva por dentro, y para hacerlo más soportable, apoyarse en el arte, aprendiendo a entender de nuevo el mundo, en ese mundo que sigue andando sin la otra persona.
María Camila Badillo es una ariana con energía taurina, nació un 20 de abril de 2002 en Medellín, Antioquía, con raíces cucuteñas que se han movido a la capital, Bogotá. Fue estudiante de Artes Plásticas y al tercer semestre decidió cambiarse a Estudios Literarios en la Universidad Pontificia Bolivariana, carrera que actualmente cursa. Se dedica principalmente a leer, a veces a escribir y a crear. Actualmente hace parte de la Gaceta Literaria de la Universidad, y ha participado en eventos como el Hack Mafiz del Festival de Cine de Málaga. Esta es su primera obra publicada, en la que escribe para preguntar, para entender, para decir lo que no puede, para pensar, para no olvidar y para ver el mundo de formas diferentes, escribe para vivir, escribe para todo. Desde que tiene memoria se pregunta los porqués y los cómo, es curiosa por naturaleza, risueña y creativa; trata de plasmar esas dudas y pensamientos en todo lo que hace.
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