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El infierno rojo de Ernest Hemingway

  • Foto del escritor: El Galeón Gaceta Literaria
    El Galeón Gaceta Literaria
  • 1 ago
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: hace 13 horas

Autora: Carolina Ochoa Restrepo*


Ernest Hemingway sabía que estaba muerto cuando abrió los ojos. La luz de la luna era lo único que le permitía ver aquel lugar. Árboles y más arboles ya secos, sin hojas y un solo camino lleno de piedras. Él sabía dónde estaba, aquel lugar le estaba mostrando lo miserable que lo iba a pasar durante toda la eternidad. 

Hemingway sentía un leve dolor en su cabeza y este se volvía más intenso cada vez que caminaba por el sobrio bosque rojo porque ahora ya había empezado a llover y la lluvia que caía del cielo negro y sin nubes, era roja, recordándole todas las veces que sangró en aquella vida miserable. Sus pasos eran lentos, cuidadosos, quería llegar a aquel lugar que veía de lejos, el único que brillaba en el bosque, pero es que cada vez que caminaba, las piedras se le enterraban en sus pies como si fueran pequeños cristales y aquel diamante que veía de lejos se alejaba más, él se pregunta ¿será esto producto de mi locura? Una voz, quizá suya, quizá de nadie, le susurraba entonces con dulzura metálica al oído: “la salida siempre ha estado colgada en la pared del granero”. Un pensamiento que ganó. 

 

Y es que los árboles no solo eran árboles, tenían vida, Hemingway estaba desorientado y aterrorizado cada vez que miraba los árboles, eran como él, repetían una y otra vez aquel último movimiento que hizo con su escopeta favorita, sus ramas se movían de un lado al otro y sus raíces lloraban sangre igual que como lo hizo él, y pensó “este infierno es mi cabeza”, y así lo era.  

El diamante no era lo que Hemingway creía, era aquella luz que él siempre quiso alcanzar y tener en su vida, pero que nunca tuvo. Y que en este infierno tampoco tendrá porque, aunque siga caminado y sangrado, no lo alcanzará.  

Cansado y derrotado de caminar, Hemingway se sienta en la mitad del camino, mira los árboles y estos siguen moviendo sus ramas, sigue lloviendo rojo, las piedras siguen siendo cristales, su cabeza duele más que antes, solo le queda ver cómo el diamante se aleja y cómo va quedando sin una luz que ilumine su camino, se resignó igual que antes, mira al cielo y ve la luna roja, mira los árboles, mira las piedras y una pequeña sonrisa se le forma en su cara porque sabe que a partir de ahora esta será su vida eterna, llena de sangre y de silencios.  

Cierra los ojos e inhala profundo el aire con olor a sangre y recuerda esas palabras que aún rondan por su cabeza desde que se disparó en su casa en Ketchum, Idaho “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado” 


*Soy Carolina pero me gusta que me llamen caro, una joven escritora colombiana de 21 años apasionada por la literatura y el terror psicológico. Actualmente estudio Estudios Literarios en la Pontificia Universidad Bolivariana, donde desarrollo mi talento inspirado en mis autoras favoritas como Piedad Bonnett y Alejandra Pizarnik. En mis ratos libres disfruto de la compañía de mi gato, la poesía y los atardeceres con una taza de café. Mi objetivo es seguir creando historias que conmuevan y perturben al lector.

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