Rafagazos benditos
- El Galeón Gaceta Literaria
- 2 sept
- 8 Min. de lectura
Autor: Santiago Moná Pérez*
De los últimos trescientos sesenta y cinco días, ¿de cuántos tenemos pruebas de que hemos vivido? Quizás la única prueba que tenemos es la sensación más o menos explicable de lo que somos y de los nudos que logramos desenredar. Por ejemplo, don Óscar asegura que la primera cana le salió a los siete años y que de ahí en adelante el resto del pelo, poco a poco, se le fue contagiando de esa blancura. A sus diecisiete años administraba un bar llamado El Enredo. Abría a las diez de la mañana. Estaba ubicado en aquel centro noventero de Apartadó que le daba sopa y seco a Las Vegas en eso de ser la ciudad que nunca duerme, pues entre lo prendidas y aglomeradas que permanecían las noches y el natural renacimiento del día, no había diferencias que valga la pena resaltar. El Enredo contaba con su propia biblioteca de LP’s y su nevera de cervezas heladas para enfrentar el calor que emergía tanto de la sensación térmica como del aura de peligro que obligaba a decir, “esto está caliente”. Por eso, aprovecho que don Óscar está cerveceando para conocer sus viejas andanzas. Ya a sus 50 años, con las canas que desde joven lo acompañan como un reflejo de su padre, en la seguridad de su casa en el barrio Laureles, en un Apartadó mucho más poblado que aquel, todavía promotor del ruido, pero que ha mejorado sus hábitos de sueño, solo un par de cervezas pueden desenredarle la lengua para que cuente a detalle algo relacionado con El Enredo y la embrollada guerra que latía en el corazón de Urabá.
Don Óscar llevaba poco tiempo viviendo en Apartadó. Había migrado desde el municipio de Arboletes, un pueblito donde ningún habitante era un extraño, donde los niños vivían inocentes travesuras sin correr riesgos de vida o muerte. Lo más grave que a alguien podía sucederle, era ser objeto de chismes repudiables que amenazaran con acabar su respetada reputación. Pueblo pequeño, infierno grande, dicen, pero aun en medio del infierno los niños son capaces de encontrar cielos inmensos de diversión. Sin embargo, cuando la niñez pasa, las preocupaciones cambian y la subsistencia se convierte en la principal demandante de energía, en eso que todos los días nos anima a despertar y nos manda a dormir. En Arboletes, las oportunidades de salir adelante eran nulas y eso de la violencia era asunto de las películas. “Allá no pasaba nada”, dice don Óscar, quien tenía que buscar nuevos rumbos si no quería derrumbarse en la carencia. El resto es historia.
En El Enredo conoció a Rafagazo, un cliente fiel, cervecero ejemplar para bendecir de prosperidad a cualquier cantina. Rápidamente, sus afinidades para conversar y las ganas de sobrevivir despiertos a la ciudad que nunca dormía, les hizo transformar su vínculo de cliente y administrador en una amistad tan natural como las noticias que convertían a la radio municipal en un centro especializado de anuncios fúnebres. Rafagazo puso al don Óscar sobre su pasado en la guerrilla del EPL. A veces llegaba al bar y le contaba lo mal que se sentía ese día por no haber matado a nadie. La guerra aprovechó su metro ochenta y ocho de estatura para entrenarlo en el avistamiento de la muerte, para ver si se acercaba o si se le iba de las manos. Le apasionaba su oficio. Matar era una necesidad agregada al paquete de sus necesidades biológicas. Irónicamente, tenía que sembrar muerte para cosechar el alimento que luego llenaría su espíritu de abundancia. Todo esto se lo confesaba a don Óscar como para desatrasarlo un poco de las cosas que lo habían llevado a ser quien era, frenando en seco más de una frase, más de una palabra, típico de la prosodia costeña que fluye a ritmo de estrépitos. Así como hablaba, así mismo sacaba su revólver —cuando fuera necesario— para defenderse de los guerrilleros que andaban por ahí sin reinsertarse como él, pues en el ambiente apartadoseño transcurría una guerra tácita entre los reinsertados y los no reinsertados. Mientras don Óscar desempolva sus recuerdos, siento que también me desatraso de su vida secreta anterior a mi generación y veo la misma escena entre él y Rafagazo. Antes pensaba que era canoso por la herencia genética, ahora entiendo que sus canas prominentes tienen otra razón de ser.
Algunos meses atrás, recién llegado a Apartadó, el primer trabajo que tuvo fue vendiendo libros para una entidad que tenía cobertura por todo el país, llamada Círculo de Lectores. Los vendedores debían asegurar a alguien como fiador antes de la firma del contrato, pues la empresa no podía correr el riesgo de que los vendedores no le retribuyeran las ganancias totales de los libros asignados para la venta. Por ejemplo, don Óscar vendía y vendía libros, y el dinero tardaba más en llegar a sus bolsillos que en ir a parar en la abultada caja del punto cervecero más cercano. “Ahora ni por el putas haría eso”, dice. Don Óscar, sin preguntar ni comentar nada, puso de fiador a don Alberto, el esposo de la hermana donde se estaba quedando mientras conseguía su propia casa en este pueblo con olas de sangre nada parecidas a las espumas exquisitas que se levantaban en las vírgenes costas de Arboletes. Pasaron tres meses y la empresa nada que recibía dinero de su vendedor de Apartadó, entonces resolvieron echarlo para evitar que la deuda siguiera ascendiendo hasta alcanzar cifras exorbitantes. Pero ya era tarde. Lo echaron cargando una deuda de casi ocho millones en su espalda. ¡Ocho millones de pesos colombianos en 1992! Por allá cuando el salario mínimo estaba a 65.190 pesos. ¿Qué ángel piadoso iba a mandarle para pagar esa platica? La preocupación era imposible de esconder. Pa’ rematar, su hermana y don Alberto tenían planeado vender la casa con la ilusión de mudarse lo más pronto posible, y ya cuando don Óscar trabajaba en El Enredo, les informaron que la casa estaba embargada por una deuda monumental. A don Óscar no le quedó de otra que contar los pormenores de lo que había sucedido y tratar de que la cara no se le cayera de la vergüenza, aunque hubiese sido el colmo que mantuviera la calma. El rostro preocupado pasó a ser su rostro natural por aquellos días. En El Enredo, donde la alegría brotaba con frecuencia, se le notaba demasiado su nuevo aspecto. No había cambiado de corte de cabello ni se había puesto aretes; en ese momento los piercings eran impensables y tatuarse la piel era mancharse de fealdad. Ni siquiera había renovado su vestimenta, pero su rostro era suficiente para percibir que algo estaba raro, que había cambiado de look. El primero en darse cuenta fue su amigo Rafagazo:
―Ajá, Ójcar, ¿qué te pasa?
―Nada, mi hermano. Problemas.
Rafagazo, en principio, se limitó a observarlo, a charlar y reír como solían hacerlo las tardes que se encontraban, sabiendo que detrás de esa fortaleza risueña se escondía un misterio incómodo que fue engordando con los días en la consciencia de Rafagazo.
― ¿Qué te pasa, Ójcar?
―Nada, mi hermano, nada.
La misma pregunta y la misma respuesta en un círculo vicioso que duró una semana. Era evidente que algo atormentaba a su amigo y no entendía por qué se lo ocultaba. Pero Ragafazo era persistente, sobre todo tratándose de ayudar a un amigo que guardaba sus macabros secretos con tanta maestría, así le tocara obligarlo a dejarse ayudar. Entonces fue a El Enredo una mañana, cuando recién el bar abría, para encontrar a don Óscar solitario y exigirle en que soltara la verdad.
―Nojoda, Ójcar, tú no erej así, tú erej alegre, cuéntame qué ej lo qué ej y de ahí miramoj.
―Mi hermano, te voy a contar… yo trabajaba antes con el Círculo de Lectores y ahora, por marica, tengo una deudota imposible. Afecté a mi hermana y al esposo de ella que puse de fiador sin decir nada. Les embargaron la casa. No sé qué mierda voy a hacer.
―Aaaaa, es que ej por plata. Si ej por plata no te preocupe. Yo me la consigo. ¿Cuánto ej?
Aunque su oficio en las tardes y las noches tenía que ver con leer las amenazas mortales del ambiente y el uso efectivo de las armas, Rafagazo, con semejante acto de heroísmo, le reafirmaba a don Óscar que nunca le haría daño.
Rafagazo salió de El Enredo quien sabe a meterse en qué otro enredo. Determinado, sin pensar ni un poquito, como una de las balas que disparaba por costumbre. Volvió por la tarde. Naturalmente, sin dejar ningún registro histórico que documente sus movimientos ofídicos. No hay forma de saber qué clase de gestión hizo metido en quién sabe qué pasadizo del inframundo. Don Óscar se había quedado pensativo tras verlo lanzado a resolver su causa y ahora sentía que todo había ocurrido muy rápido, a pesar de que en Apartadó la vida transcurría entre agitaciones y aceleres provocados por la incertidumbre de no saber en qué momento uno se podía morir por equivocación. Lo observó mientras se aproximaba al bar, venía con una ligereza casi absurda, con un relajo que parecía haber acabado de matar a alguien y que reflejaba una renovada paz en su alma.
—¿Qué te dije? Aquí tienej loj ocho millonej.
A don Óscar, de súbito, la vida le hizo una cirugía en la cara, pues le cambió de tal manera que ya era otro. Un look incluso mejor que el de antes, reluciente como un hombre nuevo sin penas ni llagas, guerrero ardiente que resurgía del fango para demostrar su vigor en la ciudad que nunca dormía. Sus decisiones juveniles no habían definido por completo el tamaño de su éxito ni habían destruido las ganas de salir adelante con las que salió de Arboletes. Jamás se imaginó ser amigo de un excombatiente guerrillero y menos que este combatiera por salvarlo de las consecuencias que él mismo se había buscado. Lo que se hace de corazón, al final tiene su recompensa, sobre todo cuando se trata de una amistad que no reniega ni juzga la historia del otro.
—Por algo dicen que es mejor tener amigos que plata. Gracias, mi hermano. Como puedes ver, no tengo cómo pagarte.
—No te preocupej, ombe Ójcar. Saca ahí dos cervezaj. Una pa mí y otra pa ti. Yo te laj pago.
Rafagazo no pedía más que ver a su amigo contento y tomarse unas cervezas sin preocupaciones de por medio, sin intrusos mentales. A sus veintiocho años, gozaba de habilidades felinas para escabullirse entre la selva de cemento, conocía a profundidad la fatiga de la guerra y, ahora que había encontrado una compañía fraterna, alguien sin manchas de sangre y con la juventud primera que a él se le estaba acabando y que había gastado en el monte, estaba seguro de los momentos tranquilos que debía permitirse entre amistosas recochas y solidarias acciones. Había vivido lo necesario para ser quien era. Tanto a él como a don Óscar, la vida los había puesto a desenredar nudos desafiantes y quizás por eso vinieron a encontrarse en El Enredo. Esa palabra los unía.
Don Óscar me mira, han pasado treinta y tres años desde que saldó la deuda con el Círculo de Lectores. En un ojo lleva la palabra sabiduría y en el otro la palabra resiliencia. Su mirada está hecha de estas dos palabras. Orgulloso de los fondos que tocó, de los rafagazos que la vida le mandó y de las consecuencias del derroche que fueron sus mejores lecciones de educación financiera. Busca en su celular Más dulce que tú, canción de Leo Dan. En su casa hay un viejo equipo de sonido que antes funcionaba con cassettes y que él mismo adaptó hace unos años para poder conectarlo a bluetooth. El sonido es nítido, pulcro, melancólico. Esa música no vuelve, dice. Leo Dan canta y don Óscar continúa viajando a esos tiempos en que los cerebros jóvenes no habían sufrido la pandemia del reggaetón. Se sirve el último vaso del litro de Pilsen que le queda. Tomar no es malo, la clave es tomar con moderación y gozar cada trago como si fuera el último, sin necesidad de meterse en ninguna clase de enredo, dejando que las canas salgan cuando tengan que salir para que sean, acaso, una prueba de que hemos vivido.
*Santiago Moná. (Apartadó, Antioquia, Colombia, 2002). Poeta, promotor de lectura y escritura. Cofundador de la Tertulia Literaria Antídoto (2023), adscrita a la Red Nacional de Talleres de Escritura y Tertulias Literarias de Colombia (Red Relata). Ha publicado La sangre hecha pedazos, poemario ganador en el Portafolio Departamental de Estímulos 2023 del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia. Sus poemas han sido publicados en revistas internacionales. Actualmente (2025) es estudiante de Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana en la Corporación Universitaria Minuto de Dios – UNIMINUTO.

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