NARRAR UNA ESPALDA
- El Galeón Gaceta Literaria
- hace 23 horas
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Autor: Moises Isaac Duque Gomez*
Hoy recuerdo como hace setenta años tatuaba el apocalipsis, así lo llaman ellos, de una familia.
En la casa de los Arango, todo miembro se tatúa la espalda al cumplir los dieciséis años. Se cubren, los pequeños, en el manto de sus carnes. Es normal que personas tan jóvenes lleven figuras extrañas, incluso grotescas, en la zona más amplia del cuerpo. La familia es la cuna de los grandes artistas del valle de Aburrá, aunque el oficio de artista es una fachada oxidada por el murmullo: todos sabemos que los Arango son brujos. Más que brujos, son unos profetas extraños: todo lo que dicen, pasa; y todo lo que pasa, lo llevan en su piel.
Doy fe de sus prácticas mágicas porque en los setenta años que llevo tatuándolos, desde el primer hasta el último pacto, así llaman a los tatuajes, se han deformado mis brazos, en especial el izquierdo, con el que uso el bambú de cuarenta y dos puntas. Recuerdo ese momento, mucho antes de que mi brazo pareciera la cola de Minos, cuando un Arango me dijo que probaría mi fama con su tradición de relatar tatuajes. En este pueblo todo se trata del prestigio, y yo no me quedaba corto. Soy de Hitakami, tierra del tatuaje tardío. Desde pequeño, ningún trazo me tiembla, tampoco abandono el oficio en tiempos de mucho invierno. En eso me parezco a ellos. Somos profesionales. Ellos narran, yo pinto la piel. Aunque llueva, nunca he tatuado con camisa; aunque tiemble, nunca han dejado de contar historias.
Desde ese día soy el único tatuador de la familia. Fui capaz de tatuar mi primer demonio. Un demonio acompañado de dos carroñas devorando una madre, (lloraba cuando me describía la escena). Cuando el Arango narraba el dibujo, solo organizar las tintas me mantuvo tranquilo. Era la escena más macabra que había escuchado y que haría. No había nada comparado en mi mitología. Un demonio acompañado de dos carroñas, rodeado de diez personas , sosteniendo a una paloma que, en palabras del Arango, era el espíritu. Una escena trágica para llevarla en la espalda, más adecuada para un lienzo guardado en un ático. Mientras lo tatuaba, recordaba a su familia, me nombraba uno por uno, eran diez, y yo los pintaba: los tatuaba, los iba dejando según me los contaba. Los viejos, los niños, El Diablo; la mujer devorada. ¡El Diablo! Fue mi primer diablo. Era un ritual precioso, paradójico. No solo pintaba, también narraba: también pasará. Es lo mismo. Los Arango me enseñaron que es lo mismo.
*Mi nombre es Moisés Isaac Duque Gómez, estudiante de literatura, carpintero, bicicletero, marañero, pero ante todo, lector.
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