Autor: Samuel Hernández Restrepo*
En el invierno las noches son más largas y apenas se comenzaban a ver los primeros rayos del sol sobre Ciudad de México. Sin embrago, en la colonia Roma todas las familias despertaban temprano, incluso antes del amanecer; los papás ya habían sacado la basura y las mamás habían preparado el desayuno para sus hijos, alistándolos para la escuela.
Martha despertó con el sol en los ojos, más tarde de lo que acostumbraba; recogió su cabello, se puso un abrigo sobre los hombros y caminó hasta la cocina. Había dormido poco, pues la noche anterior había hablado con algunas vecinas hasta tarde. Siempre buscaba empatizar de la mejor forma en cada lugar al que llegaba, y ya era para ella fácil acercarse a gente nueva. Cambiar de residencia tan a menudo le había enseñado a congeniar.
Le gustaba observar las rutinas de sus nuevos vecinos: hacía ya un mes que había llegado a la colonia con su esposo y ya consideraba a Rosa y a Paulina, dos admirables amas de casa, esposas ejemplares y madres entregadas (ya le resultaban repugnantes a Martha), sus amigas.
O algo así.
El día anterior había coincidido con ellas en el súper: terminaron por hacer las compras de la semana juntas y comentar de todo un poco. Cuando la vieron llegar, Paulina y Rosa se le acercaron, con mucho entusiasmo, uno casi fingido, falso, como era costumbre en ese tipo de colonias. La tomaron del brazo y caminaron por los pasillos, ojeando los estantes. Querían saber mucho más sobre ella, su esposo y por qué habían llegado a la colonia Roma. Para Martha todo era natural: ya sabía qué decir cuando le preguntaban por su vida y siempre respondía que los negocios de su esposo los hacían cambiar de lugar constantemente, y, como ella había prometido fidelidad y obediencia al hombre que eligió para vivir eternamente (el discurso al que ellas estaban acostumbradas), ahí estaba. Llevaron la conversación a la sala de Rosa y permanecieron charlando toda la noche. Martha las miró, la sangre subiéndoles a las mejillas, dejándolas sonrojadas, y decidió invitarlas, a ellas y a sus familias, a cenar en su casa; quería que sus nuevas vecinas conocieran a su esposo. Las mujeres aceptaron entusiasmadas.
Gabriel despertó un poco después que Martha el día de la cena y la encontró barriendo, limpiando, aspirando la alfombra, así que decidió cambiar las luces del comedor y preparar algunas velas para la mesa. Martha brilló la mejor vajilla que tenían, esa que siempre guardaban para las visitas especiales, hasta que pudo ver sus dientes reflejados en la plata. Gabriel, pese a no ser un entusiasta de la socialización, esperaba con ansias la cena: desde que se habían mudado a la colonia Roma no habían compartido un gran banquete en la mesa.
A medida que se acercaba la noche, Martha y Gabriel terminaban de preparar los detalles de la cena: la comida casi estaba casi lista, las velas ya estaban encendidas sobre el comedor, el tapete parecía no tener ni una sola mancha, los platos y cubiertos perfectamente puestos. Muy pronto llegarían los invitados y la pareja de esposos ya usaban sus mejores trajes.
Paulina, su esposo y sus dos hijos, de diez y ocho años, llegaron primero; muy seguido, casi pisándoles los talones, aparecieron en la puerta Rosa, su esposo y su hija de 15 años. Martha les presento a Gabriel y los invito a pasar al comedor, caminando tras ellos como cerrando el paso.
La conversación antes de la cena fue tediosa, Paulina no dejaba de alagar la rústica y sutil decoración de la pareja: las velas le parecían encantadoras en medio de la velada. Rosa, por el contrario, detallaba una mancha en el tapete, un poco rojiza y soltó una risa entre dientes. El tiempo pasó de prisa, quizá por el hambre que les revolcaba las tripas, y casi daban las nueve de la noche. Gabriel miró fijamente a su esposa y sus ojos le parecieron mucho más negros, brillantes y profundos, se veía hambrienta. Cuando le devolvió la mirada, el hombre anunció que serviría la cena. Paulina, Rosa y todos los invitados esperaban la comida gentilmente sentados, guardando los modales. Gabriel se levantó de su silla, atravesó el comedor y cerró la puerta que los comunicaba con el resto de la casa, se dio la vuelta y miró a los vecinos: tan gentiles, casi vulgares. Martha sopló algunas velas de la mesa culpando al calor y, desdoblando una servilleta de tela, les anunció la cena: un festín de sangre inició la verdadera velada. Martha y Gabriel se lanzaron ferozmente sobre sus invitados. Los niños lloraban y no entendían lo que sucedía, por lo que decidieron comenzar con ellos.
Uno por uno fue servido en medio de gritos, llantos y forcejeos desesperados. Las sombras que se reflejaban en la pared, gracias a las únicas velas que quedaban encendidas, permitían observar cómo las siluetas de Martha y Gabriel llegaban directamente a los cuellos de los vecinos y luego brotaba un chorro de sangre que salpicaba las paredes, los platos y el tapete recién aspirado.
Como cualquier otra noche, Gabriel recogió los restos de la cena, los empacó en bolsas negras, fue al jardín trasero y comenzó a cavar hoyos en la tierra. Martha recogió los platos, las copas de vino y enrolló el tapete del comedor, limpió los cuadros y las velas. Ya se veían los primeros rayos de sol que caían sobre la colonia Roma y Martha y Gabriel se preparaban para descansar antes de que comenzaran a empacar maletas e iniciar un nuevo viaje.
Cambiar de residencia tan a menudo les había enseñado a no echar raíces.
*Samuel Hernández Restrepo, project manager y docente. Ingeniero Administrador de la Universidad Pontificia Bolivariana, Máster en Dirección Comercial y maestrando en Gestión Tecnológica. Apasionado de la innovación y amante de la serie...
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