top of page
Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

¡Tú no eres Luisa!


Autor: David Cabarcas Salas*


"Cada familia tiene su canción, la canción que canta todos los días"

- Luciano Lamberti



En diciembre de 1985, Luisa se convirtió en un ser espectral.

A fin de año, papá nos llevaba de vacaciones en su Renault modelo 83. Durante el viaje, yo cerraba los ojos porque me gustaba reconocer los pueblos por sus ruidos y olores, pero cuando pasábamos por el hogar de reposo, los apretaba con mayor fuerza. Mamá, en cambio, aprovechaba la oportunidad para hablar de Bertha, su amiga de juventud, quien vivía en el hogar desde que le dio una extraña enfermedad.

Mis hermanos y yo jugábamos a darnos tastazos en la frente si veíamos pasar un carro del color que habíamos elegido. Para esa época, Luisa estaba por los catorce años, Camilo tenía cuatro y yo llegaba a los doce. Luisa siempre escogía el color blanco, Camilo prefería el azul y yo elegía el rojo. Camilo empezó a llorar por los golpes y mamá nos regañó. En aquella ocasión, Luisa me miró con los cachetes inflados. Esa fue la última imagen que me quedó de ella.

Nos dirigíamos al pueblo natal de mamá para visitar a la abuela. En el día, el sol se derramaba por la loma principal y hacía brillar las piedras. Las casas se ubicaban en cada frente del sendero y la iglesia sobresalía en lo más alto. La casa de la abuela, por el contrario, estaba en la parte más baja de la loma. La entrada era un portón de zinc completado con pedazos de madera. Ya adentro, se extendía un corredor que llevaba a varias habitaciones, en el fondo se encontraba la cocina y, en seguida, un patio grande lleno de árboles frutales, donde estaba la porqueriza, el criadero de gallinas y un cubículo de madera que servía de baño. Nuestros primos nos esperaban. Renzo, el hijo mayor del tío Tato, era el más cercano a nosotros y tenía la misma edad de Luisa.

Ese día, llegamos sobre las cinco de la tarde. De inmediato, Luisa y yo nos cambiamos la ropa y nos fuimos junto con Renzo, el tío Tato y papá a visitar la porqueriza. El tío señaló las crías recién nacidas y habló de las ganancias por los marranos vendidos. También nos comentó sobre los últimos dos cerdos que habían roto el portillo y escapado hacia la laguna La niña, que no volvieron a aparecer jamás.

Era una situación que se venía presentando con los animales del pueblo: nos dijo el tío que vacas, caballos y perros comenzaron a revolcarse en el suelo. Luego, se levantaron y empezaron a agredirse con las barreras de las cercas, dieron vueltas sobre sí mismos, se sumieron en un lamento y corrieron para ir a sumergirse y desaparecer en la laguna. Nadie daba con la explicación, los veterinarios dijeron que era una especie de virus en el ambiente.

Papá nos advirtió que no estuviéramos cerca de los cerdos. Nunca lo comenté, pero dormir en aquella casa me producía pánico. No pude dormir. Pensé en los animales toda la noche, sin nada que me advirtiera el terrible cambio que sufriría Luisa la mañana siguiente.

Aunque nunca nos habíamos acercado a la laguna, le pedimos esa mañana a Renzo que nos acompañara para verla más de cerca. Bajamos por la loma hasta llegar al final del pueblo y allá la vimos: parecía una lámina lisa y gris que no se movía y que reflejaba el sol como si el cielo se hubiese transpuesto.

Estábamos maravillados con la amplitud de La niña cuando, en ese momento, un gato pasó corriendo. Tenía el mismo vestigio de los otros animales y dejó a su paso un reguero de moscas que zumbaban detrás. Nunca supe qué la motivó, ni por qué lo hizo, lo cierto es que Luisa reaccionó y corrió tras el animal. Renzo y yo no pudimos detenerla y vimos a ambos arrojarse hacia la profundidad de la laguna.

De inmediato, Renzo y yo nos ubicamos en la orilla. Transcurrió poco tiempo mientras estuvimos concentrados con la vista fija en el fondo, pero La niña permaneció impávida y no hubo rastro de Luisa. Quise lanzarme también, pero Renzo me detuvo. Nos miramos el uno al otro con la intención de llorar.

Al instante, volví a mirar y observé cómo emergía una figura. No supe bien qué era. Parecía una bola de pelos de esas que salen de las cañerías, pero cuando estuvo más cerca de la superficie la reconocí.

Luisa salió a flote y dio un suspiro largo para tomar aire. La ayudamos. Nos miró a ambos y luego se desmayó. Tuve que ir hasta la casa para que papá y el tío Tato nos ayudaran a cargarla. Mamá, en medio del llanto, nos acompañó. Cuando llegamos, Renzo estaba a su lado y Luisa seguía inmóvil. Mamá la tomó entre sus brazos y tumbada en lágrimas empezó a gritar. De repente, Luisa abrió los ojos, se separó de mamá y se puso de pie; nos miró a todos.

En ese instante supimos que ella no era Luisa. No sé cómo explicarlo, pero la persona que emergió de las profundidades ya no era mi hermana.

A papá también le pareció curioso, pero no dijo nada, fue mamá la que se atrevió a gritarle.

—¡Tú no eres Luisa!

Mamá cayó de rodillas frente a la laguna y gritó que le devolviera a su hija. Como si se tratara de una confesión, Mamá recordó a Bertha y el día en que ambas paseaban por La niña y, en una mala chanza, Mamá la empujó hacia la laguna. Su amiga salió en las mismas condiciones que Luisa. Desde entonces, terminó en el hogar de reposo mental. Todos escuchamos sus palabras y no pudimos dejar de mirar a Luisa, quien permanecía con la vista fija hacia nosotros.

Llegamos a la casa de la abuela y Camilo sintió lo que habíamos notado en la orilla de la laguna. Empezó a llorar y corrió hacia mamá; no soportaba ver a Luisa. Para ese instante, Luisa no había emitido ningún sonido. Tuvimos que alistar el equipaje para regresarnos; por fortuna, aún no habíamos terminado de desempacar, así que fue fácil recoger todo. La abuela lloraba, el tío Tato se rascaba la cabeza con la intención de excusarse como si él tuviera la culpa. Luisa permanecía en silencio.

Ya en la ciudad nos dirigimos al médico. Allí, la espera se prolongó entre diligenciamientos de papeles, exámenes de rutina y muestras de sangre. El médico que la valoró dijo que Luisa estaba bien, que sólo se trataba de una afección pulmonar y una posible ascariasis en los oídos, la cual, con medicamentos y reposo, pasaría.

En el apartamento papá empezó a tomar whisky. Yo subí al cuarto y, delante de mí, iba Luisa. Al ingresar, se puso su piyama y se extendió en la cama sin moverse. Fue difícil dormir esa noche porque ella empezó a supurar un olor que invadía la habitación y me daba náuseas.

Cuando empezaba a dormirme, un chirrido de dientes me alarmó. Miré hacia donde estaba Luisa y la vi sentada en el borde inferior de la cama: se mecía con lentitud y no dejaba de tronar sus dientes; temblaba, parecía que tuviera escalofríos porque se lamentaba y se agarraba la cabeza . Luego, se volteó hacia mí y pude notar que tenía sobre sus piernas una de sus muñecas. De repente, dejó escapar otra voz.


Empecé a gritar. Papá y mamá llegaron a la habitación. Se quedaron sorprendidos al ver a Luisa meciéndose en el borde de la cama. Mamá dio un grito y nos sorprendió cuando nos dijo que había que deshacernos de ella. Todos estuvimos de acuerdo. Así que papá y yo subimos al carro a la que ya no era Luisa. Mamá se encerró en el cuarto con Camilo y evitó despedirse.

Durante el transcurso del recorrido, el remordimiento se escondió entre la amplia noche. Mantuvimos el silencio. La que no era Luisa no dejaba de chirriar sus dientes, agarrarse el cabello como si quisiera arrancárselo y no dejaba de supurar ese olor. Cuando por fin llegamos a una vereda, papá bajó del carro, abrió la puerta trasera y ayudó a bajar al espectro. Seguido, la tomó por el brazo y la condujo hacia una zona boscosa bien adentro del costado de la vía.

(2017)**

* Barranquilla (1985). Doctorando en Literatura, magíster en Literatura y Cultura y profesor de la Secretaría de Educación de Bogotá. Tiene una mención de honor del concurso de cuento El túnel de Montería (2021). Fue ganador de la versión 41 del Concurso Nacional de Cuento, a cargo de la Universidad Metropolitana de Barranquilla con el cuento "La sociedad de los hipocondríacos"(2018). Fue seleccionado entre los 20 mejores cuentos del Cuarto Concurso Nacional de Cuento del Festival de Literatura de Pereira, con el cuento "Espántale las moscas al niño para que no se despierte" (2018). Tiene una mención de honor en el Concurso Nacional de Cuento Relata con el cuento "La glorieta" (2017).
** El presente cuento pertenece al libro La sociedad de los hipocondriacos que, en la actualidad ,se encuentra en proceso de edición y pronto será publicado por Fundación Ateneo Literario (Bogotá).

Entradas recientes

Ver todo

Perderte

Autora: Emely López Betancur* Esa mañana mi hermana me levantó con una gran sonrisa en su rostro y supe que iba a ser un gran día....

Un día más

Autor: Anónimo Querido diario: Han pasado 6342 días desde que llegué al jardín de las delicias y creo que los demás siguen sin darse cuen...

Caso #83

Autora: Emely López Betancur* Salí de casa para caminar un rato. Luego de un par de cigarros y unas cuantas calles recorridas, me...

Comments


bottom of page