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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Tristeza ante una albahaca ajena

Autor: Juan Manuel Cano*


La jardinera del balcón de mi casa no había tenido años tan venturosos ni había sido tan importante y apreciada como en aquellos días en los que tuvo un brote de albahaca entre sus hierbas. De su tierra había logrado germinar una estilizada planta capaz de compartir el agua, el sol y los nutrientes con las pencas espinosas y otoñales, aquellas que tantas veces habían hecho que se apestaran retoños semejantes.

Mi abuelo la regaba con extremo cuidado: caían sobre ella las diminutas gotas de rocío que el atomizador le suministraba, y entonces su fragancia inundaba el balcón y se difundía por los pasillos, las habitaciones y los demás recovecos de la casa. Al olerla se hinchaban las narices y ronroneaba el vientre.

No recuerdo ningún tiempo en el que hayamos hecho tanta pasta, tanta pizza y tantas infusiones como en aquel de la albahaca. Salir de la cocina, ir al balcón y asaltar la jardinera para tomar un par de sus hojas era un placer que aplacaba cualquier desengaño.

Fue tanto el optimismo que la planta sembró en nosotros que se nos ocurrió plantar un pequeño huerto en el balcón, uno que también tuviera menta, hierbabuena, romero y estragón. Pero no habían pasado más de cinco semanas cuando una mañana, víctima de un aguacero, del ataque de un ave o, seguramente, del uso excesivo al que fue sometida, la planta amaneció muerta.

Nos culpamos por negligentes, avariciosos y desaforados.

Pudo haber pasado un año, o algo más, sin que se asomara por la jardinera un rastro de vida diferente a la sosa existencia de las pencas –cada vez más viejas, cada vez más secas–. Hace un mes, sin embargo, sobrevino el bellísimo renacer. Incrédulos, veíamos cómo crecía el tallo, cómo le brotaban esas hojas de verde indiferente, cómo volvíamos a ser felices.

Esta vez decidimos controlar los impulsos que su olor nos provocaba y nos cercioramos de que la planta alcanzara el tamaño propicio y la madurez suficiente como para evitar una muerte prematura. Mi abuelo volvió a hacerse cargo de sus cuidados y, con evidente preferencia, le dedicaba más tiempo a ella que a las demás plantas: no solo la regaba, también le conversaba.

Ante la falta de un nieto superdotado, una hija bailarina o un sobrino que hablara fluido el inglés, la albahaca renacida pronto se convirtió en el orgullo de la familia. Llegaban las visitas, tocaban a la puerta los vecinos, timbraban al citófono los desconocidos y a todos (salvo en pocas excepciones) mi abuelo los llevaba hasta la jardinera para que vieran el retoño.

Pero poco duró el nuevo brote. A pesar del tiempo que le regalábamos, la atención privilegiada que le dedicábamos y el amor extraño que le ofrecíamos, una nueva plaga se dio a la tarea de devorar cada milímetro de su tallo. Cientos de hormigas coloradas, las mismas que otrora se llevaron sobre sus lomos al último de los Buendía, plantaron su colonia junto a las raíces de la hierba preciada.

Intentamos ahuyentarlas vertiendo agua sobre el hormiguero, aplicando insecticida en el envés de las hojas, removiendo la tierra y destruyendo sus túneles con un palito, pero la persistencia de su especie fue más poderosa que el egoísmo de la nuestra.

Ahora vemos cómo otros disfrutan de nuestra planta, cómo la devoran y consumen. Y mi abuelo, cada vez más resignado, pasa sus días con la incertidumbre de no saber si volverá a nacer y, en caso de que así sea, si surgirá una nueva plaga a la que deberá enfrentarse.



Juan Manuel Cano. Estudiante de Comunicación Social - Periodismo y Ciencias Políticas, es decir, un aspirante a escéptico. Vive en Medellín y tiene 21 años. Lee, escribe y conversa.

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