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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Todos los conejos del mago

Autor: Marvin Santiago Ruíz


Antes fuimos cinco y, si Asfodelo vuelve a hacer de las suyas, pronto seremos menos. Antes también hubo otro león en este circo, un tal Yago, pero también pereció en medio de un esfuerzo de nuestro torpe mago por convertirlo en quimera, o eso es lo que toda la vida nos contó Pavesse, el quinto de nosotros, el que fue el quinto y el más antiguo de nosotros. A propósito, esta historia suya nada tuvo que ver con la verdad.

En orden de llegada al circo, primero estaba Pavesse, de segundos estaban Marina y Bertolt, que eran hermanos; yo de tercero y Mosses de último. Nosotros, los cinco conejos del mago, éramos la atracción principal del circo, incluso por encima de Yago II, el joven y melenudo reemplazo del felino anterior. Nuestro atractivo se debía a ser tan inteligentes como los humanos, poder articular palabras –aunque teníamos prohibido hablar con nadie que no fuera nuestro jefe–, y a ser elementos estables para los actos de desaparición, levitación y desdoblamiento a los que éramos sometidos, porque el gran secreto de Asfodelo siempre fue que su magia era real, aunque para nuestra época fuera un triste y discreto mago que, luego de haber fracasado en sus grandes ambiciones, se veía limitado a trabajar sólo con cinco pelusas blancas. Sin embargo, nosotros tampoco estuvimos exentos de algunas de sus pequeñas intransigencias: Marina, por ejemplo, le debe sus bigotes amarillentos a que, luego de un acto de levitación en el que circundaba la gradería mientras dejaba a su paso una estela de escarcha dorada que caía sobre el público, comenzó a experimentar cuadros de ansiedad que sólo ha podido resolver con visitas nocturnas a los simios, con quienes fuma cigarrillo hasta altas horas de la noche. Mientras tanto, en medio de un acto de desaparición que duró más de la cuenta, Mosses volvió a aparecer una semana después en el vagón de los payasos y nos contó que el portal lo había puesto en las oficinas del Fisco de Copenhague y que ahora estaba obligado, por ley, a declarar su renta anualmente al gobierno de Dinamarca.

El viejo Pavesse siempre defendía a Asfodelo si alguno de nosotros llegaba a tocar el tema y se burlaba preguntándonos a Bertolt y a mí cuál sería el próximo y cuál sería nuestra suerte. Bertolt no decía nada, de hecho era casi mudo, y las pocas veces que lo escuché hablar siempre fue para empeorar las escenas en las que lo hizo. Por ejemplo, alguna vez se levantó muy sobresaltado en la madrugada y con los ojos desorbitados me dijo: “ soñé que uno de nosotros tenía la boca manchada de sangre, ¿o acaso fue un recuerdo?”, y luego se volvió a desplomar. Por supuesto, esa noche no pude dormir.

Por otra parte, a mí tampoco me molestaban estos chistes de Pavesse porque, en el fondo, yo me preocupaba sinceramente por él y por su insana relación con Yago II. En las noches, cuando no sostenía largas y secretas reuniones con el mago, se quedaba hasta la madrugada en la jaula del otro cuidándole el sueño e intentando comunicarse con él, porque Asfodelo se había negado a darle inteligencia como a nosotros. Cada vez que esto sucedía, me preguntaba cuándo llegaría el momento en que a ambos les ganar a la lógica elemental de sus roles de depredador y de presa. Además, Pavesse era tan solitario que ni siquiera nos acompañaba a comer y ninguno de nosotros sabía a qué horas lo hacía o si compartía con el mago. Mientras tanto, mi única rareza reprochable –y esto era a criterio del propio Asfodelo– se reducía a que me dedicaba, tanto como las funciones me lo permitían, a la lectura empedernida y a roer algunas hojas –debo reconocerlo; aunque muy de vez en cuando y siempre de los peores libros–.

–Mire, Udo –me decía el mago–, deje de leer tanto, que ya he notado que en los actos de desdoblamiento hay más Udos de los que yo calculo y entre usted más lea, peor el asunto. Y ojalá que eso no se nos vuelva un problema mayor.

Problema mayor el que ocurrió después.

Una tarde cualquiera, una semana después del regaño, y en medio de nuestras últimas funciones en Alemania, el mago y Pavesse convocaron al dueño del circo para una reunión privada. A lo lejos, apenas si alcanzamos a escuchar que el dueño se exaltó en un par de ocasiones y, al cabo de una hora, salió de la carpa, se alisó el bigote, estiró su frac rojo y dijo una frase que pareció una reiteración de algo dicho adentro:

–Recuerden, nada de sorpresas.

Nadie supo de qué se trató la reunión hasta el día siguiente, cuando Pavesse y Yago II, con el domador de leones relegado a las butacas, comenzaron a practicar un nuevo número en la carpa principal. Yo fui el último al que le ganó la curiosidad de ir a ver el nuevo acto. Se trataba de una rutina en la que Pavesse hacía las veces de domador y, en vez de látigo, usaba su cola o las orejas para marcar los movimientos del león, que saltaba de un barril a otro, marchaba con cadencia de galope alrededor de la pista y, al final, se apoyaba sólo en sus patas traseras para erguirse tanto como le era posible, mientras Pavesse se ubicaba en su cabeza e imitaba su posición, para luego saltar hacia adelante y caer haciendo un rollo que replicaba Yago II por encima de él. Entonces, el conejo daba dos golpes en la arena con una de sus patas para indicarle que era el momento de ir hacia la boca del escenario y desaparecer.

Debo admitir que esa escena inverosímil logró atraparme tanto como algunas novelas francesas sobre expediciones a la luna o los fondos ultramarinos. Pavesse tenía tal dominio de todo que, a veces, el domador, sentado en la gradería, dejaba de lado sus brazos cruzados en señal de resentimiento para mover su cabeza en un gesto afirmativo y casi imperceptible. El único inconveniente que retrasó el estreno del número se solucionó pronto: las primeras veces que Pavesse escaló la melena del león, no pudo evitar un estornudo al conquistar su cima. Para su mala fortuna, nadie alcanzó a identificarlo como un producto de los nervios.

Sólo cuando cruzamos el Rin y nos adentramos en Bélgica, el dueño del circo permitió que se hicieran pruebas del nuevo número en pueblos pequeños. La fama del conejo domador de leones se desbordó tan pronto que la gente de las grandes ciudades comenzó a preguntar por el circo y, a la sazón de todo, a mí se me ocurrió una idea que, a veces, me hace pensar que mi parte de culpa en todo esto es mayor de lo que quiero reconocer: cuando llegamos a la región de Brabante Valón, le dije a Asfodelo que le propusiera al dueño del circo hacer un acto más grande y más publicitado, ahora que nos encontrábamos tan cerca de Waterloo, la tierra donde había perecido Napoleón. De inmediato, el mago y el dueño del circo entendieron el simbolismo de la propuesta y hubo preparativos para el lanzamiento, ahora sí oficial, del nuevo número: se hicieron ampliaciones a las graderías y a la carpa, con una asta de acero nueva y mucho más alta.

La noche del estreno fue tan concurrida, que incluso se vieron levitas, corpiños y galones. Y nadie parecía prestarle atención al fuerte viento que auguraba pronta lluvia, en especial porque las costuras de la inmensa carpa parecían no inmutarse. En realidad, nadie parecía estar preocupado por nada; incluso en nuestro acto final, cuando salté en el trampolín central y exploté por todo el lugar en docenas de versiones mías –como nunca antes–, Asfodelo me permitió quedarme un poco más de la cuenta en los brazos de algunos niños que se lanzaron a atraparme y cuando comenzó el tímido repiqueteo de las primeras gotas de agua sobre la carpa, que se confundieron con los redoblantes, fue el turno de Pavesse y el león.

Esta vez, por precaución, fue necesario que todo el personal del circo se ubicara estratégicamente alrededor de la pista; otros curiosos nos hicimos cerca de la boca del escenario. Creo que fui el único que pudo notar los nervios de Pavesse, porque nadie los comentó y, en todo caso, se iban a reducir a un traspié de un segundo en medio del acto, o eso pensé. Mientras tanto, ahora con el silencio atónito del público, fue posible escuchar cómo el clima se iba agravando: el viento parecía cambiar a cada tanto la dirección de la lluvia, y se escucharon truenos engañosamente lejanos. Asfodelo, para mi sorpresa, sólo hasta ese momento compuso un gesto preocupado, y su cuerpo parecía querer inclinarse hacia la pista, porque al fin supo que algo ocurriría. Algo que estaba esperando que ocurriera desde hace mucho tiempo, mas no en las condiciones que ocurrió: la reversión de un antiguo truco fallido.

La secuencia, que se resolvió en cuestión de segundos, fue la siguiente: en el movimiento final del número, la nueva asta de acero atrajo un rayo que demoró en descargarse lo que Pavesse se demoró en escalar la cabeza de Yago II. Las centellas aparecieron en sincronía con el esperado estornudo y el conejo dejó de ser conejo para convertirse en león, un segundo león ya viejo, que perdió el equilibrio sobre la cabeza del otro. Ambos cayeron en la arena y empezó una pelea que Asfodelo y el domador intentaron controlar sin éxito alguno. En medio de la confusión, casi todos los que estábamos en la boca del escenario salimos hacia los bordes de la pista; hubo algunos gritos entre el público, que empezaba a dispersarse. Este fue el otro inoportuno momento en el que a Bertolt se le dio por abrir el hocico:

–¡Mierda, Pavesse era el otro león!

La gente, ya de por sí en un cierto nivel de histeria, se entregó a ella cuando se fijaron en el conejo que hablaba.

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