Autor: Susana Angarita Vásquez*
Claudina
1975
La niña estaba sentada encima de una caneca en el patio de su casa, jugando con su muñequita de trapo. Era pasado el mediodía y ya empezaba a sentir hambre.
Socorro, encargada del almuerzo ese día, como todos los otros, entró en ese momento por la puerta del patio. Le sonrió a la niña de la casa, con el sol cegándole la vista.
–¿Qué hacés, Claudia? –, preguntó mientras se empinaba en una silla para alcanzar lo que parecían ser unos pepinos, colgados como cristales en un árbol majestuoso.
–Jugando–, respondió ella, dulce–. ¿Juegas conmigo?
–No puedo–. Socorro saltó de la silla, con los vegetales en los brazos y el sudor escurriéndole por la sien.
–¿Por qué? ¿Qué hacés?
–Almuerzo, Claudina. ¿No tienes hambre?
–No–, mintió. Ella quería jugar–. ¿Y si te demoras otro poquito más?
La niña le miró suplicante, y Socorro alcanzó la manito de su hermana para decirle, cálida, pero seria, así como ella era:
–Ya es hora de almorzar, Claudina, vamos adentro.
Claudia se bajó de un salto de la caneca, obediente y rendida, con la ayuda de su hermana mayor, quien preguntó lo que ahora ocupaba su cabeza.
–¿Qué almorzamos?
La castaña se río, divertida.
–Estropajo con huevo.
El ruido de los aviones; las maletas siendo embaladas en los extremos del pasillo por funcionarios del aeropuerto e, incluso, viajeros retornando a casa, abrazando a sus familiares con alegría; llenaban el ambiente. Nada de ello lograba distraer a Claudia de los cinco minutos que le quedaban antes de abordar.
–Que algarabía, pues–, refunfuñaba Luis.
–Claudina, ojo pues, mija, ya sabe que mucho cuidado con la gente de por allá, no le reciba nada a nadie...
–Carmenza, ya sé, mija–, la interrumpió su hermana, abrazándola y llevándose consigo unas lágrimas que le corrían a la morena por las mejillas.
–¿Todo listo ya? ¿Maletas y todo eso?–, preguntó Isabel.
Socorro le colocó una botellita de agua en el bolso y respondió.
–Sí, sí. Ya, listo.
La llamada de su número de llenó la sala, ahogada en ruido, mientras, en un intento de apaciguar sus nervios y asegurar su regreso, Claudia prometió traerles un detallito a todos de Toronto.
Socorro la despidió unos pasos más adelante, ya al lado de la puerta.
–De ahora en adelante, todo será mejor de lo que esperás, Claudina. Grandes cosas te van a llamar, lo que hay que hacer es contestar.
–Listo pues, Soco–, respondió en ansias y apuro.
La selló con un fuerte abrazo y luego soltó. Les dijo adiós con las manos, aunque le sudaran. Finalmente entró al avión, aun cuando le temblaba hasta el corazón.
Carmencilla
Diciembre 17 de 2003
Eran las nueve de la mañana y una suave melodía navideña se escuchaba en el hogar de Carmen, mientras entre ella y su hija se dedicaban a decorar el gran árbol de navidad ubicado en todo el centro de la sala de estar. La pequeña Valentina desempolvaba en sus manitas la estrella, mientras el olor a canela del perfume de su tía atravesaba el marco de la puerta.
Al segundo, la niña corrió a sus brazos para abrazarla y, riendo, se volvió a lo profundo de la casa de San Juan para seguir jugando.
–¡Ay Carmenza, no sabés la hermosura de aretas que le compré a la bebé!–, dijo a su hermana menor.
El gigantesco vientre abultado de Carmen la hacía ver radiante, como era normal durante un embarazo.
–A ver, mostrame pues.
Socorro sacó de su cartera una pequeña bolsita en tela, en la cual se encontraban un par de topos plateados con una piedra rosa en el centro y un aro a su alrededor.
–¡Divinos, Soco!
–¿Verdad? Me los conseguí en una tiendita cerca a la casa, donde venden unas divinuras...
Carmen agarró la bolsa y guardó los aretes de nuevo.
–Es un regalito de navidad adelantado–, dijo la castaña.
Sonrió y le puso la mano en el hombro a su hermana.
–Y, bueno, ¿qué vamos a hacer de comida para navidad, pues, eh?
–Hmm...–, se quedó pensando un segundo y luego dijo: – Va a ser en la finca, entonces, ¿qué tal una ensaladita con lasaña, de esa rica que nos enseñó Yuli, y un postrecito?
–Bueno. Postre de tres leches quedaría perfecto... ¡Ah! Y encontré unos muñecos de navidad para hacer, ¡tan lindos!
–Si, ¿cuáles?
–Unos duendecitos, son tres, para poner en los muebles de la sala. Quedan apenas.
Al no tener respuesta por unos minutos, Socorro, preocupada, le preguntó:
–¿Qué te pasó, Carmenza?
La nombrada se volteó a verla, con un brillo en los ojos esfumándose; pareciera que volaba y se iba con el viento.
–La vida, Soco, las cosas de la vida.
–¿Te duele la niña?
–Todo me duele.
–Solo la dificultad nos lleva al esfuerzo, Carmenza–, su hermana la miró con dulzura y le señaló a la niña al final del pasillo, colocando las piezas del pesebre con su papá.
–Tenés razón.
Durante un rato, ambas estuvieron hablando y charlando sobre anécdotas del pasado. Luego, cuando Carmen se giró para ver a su hermana, tomó su mano y la llevó hasta su barrigota.
–Soco, ve, me gustaría que fueras la madrina si querés.
Con los ojos como platos y la emoción en la garganta, aceptó.
–Me voy a acostar a hacer siesta, si te parece bien–, dijo Carmen–. Me está como doliendo la parte baja de la espalda. Que miedo que fuera a ser algo peligroso.
Socorro negó con la cabeza y chasqueó la lengua.
–No es nada, mija, despreocupate. Tené fe.
Un balbuceo angustiado de su hermana la hizo hablar de nuevo, antes de que se perdiera entre las cobijas, con olor a frutas y yogur.
–La fe es como el sol, Carmenza.
*Susana es estudiante de estudios literarios, oculta por mucho tiempo en la cueva de los estantes entre libros. Cree firmemente en ver el mundo a través de los ojos de la memoria y tal vez, solo en Colombia, bajo la mirada caótica de Kafka. Le apasiona el chocolate casi tanto como la música con referencias históricas. Finalmente, siempre, sin que nadie la vea, pone el volumen del televisor en números pares y abre la puerta con la mano derecha.
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