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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Prólogo a la décima edición de Una aventura personal

Autor: Miguel Aguirre Bernal*


“¡El autor está muerto!”, dijo Manuel Arango una tarde de marzo de 2018, cuando una llovizna cubría Envigado y nosotros dos nos encontrábamos en un café cerca del parque. Fue ese el momento en que su carrera literaria emprendió aquel ascenso vertiginoso del que se han ocupado tanto los periódicos.

Pero no es que se hubiese mantenido ocioso hasta entonces; antes bien, en su haber ya contaba con un buen número de títulos que, si bien pasaron sin pena ni gloria, ya daban fe de un talento considerable. Bajo el seudónimo de Tirgues de Quermal, autopublicó una triada de novelas policiacas que, sin ser obras maestras, escondían un buen número de alegrías y consolidaron su estilo. Estas fueron Sentencia entre líneas (2014), Apuntes sobre la suerte de Rufino Arnulfo (2015) y Llueve la muerte del cielo (2017). A pesar de todo, por aquellos años ni él ni yo nos habíamos granjeado un verdadero renombre y se nos consideraba como escritores, no de segunda, ni de tercera, sino de cuarta o quinta línea; tanto es así que nunca recibíamos invitaciones para ningún evento cultural y nuestro grupo literario (conformado únicamente por nosotros dos) era más bien un chiste que se repetía cada tanto en un café cualquiera. En nuestras reuniones nos dedicábamos a triscar contra el mundo, contra las figurillas de entonces, contra las editoriales y contra la indiferencia de la prensa, pero en modo alguno a trazar un plan que nos sacara de aquel triste anonimato.

“¡El autor está muerto!”. Aunque ya no nos encontrásemos en el mejor momento de nuestra relación, al escucharlo, algo en mí tembló. Fue como un estremecimiento premonitorio, el vaticinio de algo grande. Incluso diría que las paredes la devolvieron como un eco que reverberó en mis oídos de un modo casi fantasmagórico. “Pues, al menos eso dijo Barthes en 1968 y nosotros aquí, cincuenta años después y ni por enterados”, acotó, riéndose. Ante mi incapacidad para comprender, continuó, “El concepto es sencillo: si el autor está muerto, es el lector quien construye el sentido de la obra. Es como si la pelota del significado, en un juego de Tingo Tingo Tango, hubiera quedado esta vez en las manos del lector. Hay que pensar en ello y escribir en consecuencia”. Vaciló unos segundos antes de seguir, “Es que nosotros dos como que nos pasamos por el forro la teoría literaria y justo ahí estaba la clave”, dijo entre risas. “Me puse a investigar un poco y al parecer eso del protagonismo del lector ya es algo de lo más manido en el mundo de las letras. Un tal Gadamer decía que las artes eran un juego y ponía especial énfasis en la función del espectador-interpretador. Borges sabía eso, Borges lo sabía y por eso dejaba siempre un enigma que resolver”. La conversación se extendió durante un par de horas, pero lo esencial ya estaba dicho. Yo, un poco más conservador, le puse unas cuantas objeciones, pero su temperamento exaltado no dio el brazo a torcer y al final tuve que darle la razón.

Espero que el lector me consienta aquí un breve retrato de Manuel, pues sin él este prólogo quedaría cojo: para ese marzo de 2018, Manuel Arango era un joven de treinta años y aún conservaba la belicosidad propia de la adolescencia. Se estaba quedando calvo, pero sus ojos brillaban tras sus anteojos redondos y su frente se arrugaba con una determinación pasmosa. No había cursado ningún pregrado universitario y, si se me permite una confidencia, creo que era justo eso lo que le impedía ser tenido en cuenta como escritor. De todos modos, viniendo de una familia que, sin ser extremadamente adinerada, podía prestarle alguna ayuda, lograba financiar su vida bohemia casi sin necesidad de trabajar. Yo me había graduado unos años antes como diseñador gráfico, pero un vuelco vocacional, ocasionado por nuestro noviazgo, me había entregado a una vida casi idéntica a la suya. Sin embargo, siendo dos años mayor que él, me comenzaba a sentir muy cansado y, convencido de que no habría medio humano que nos hiciese despuntar en el mundo artístico, estaba buscando algún puesto que me permitiese subsistir dignamente. Claro que aún no le había dicho nada al respecto, pues el camino que yo quería emprender a él le quedaba vedado y no quería que me acusara de traición.

Poco tiempo después conseguí trabajo en una compañía de diseño y, decidido a dejar de una vez por todas el desalentador mundo de las letras, olvidé nuestra conversación y comencé a evitar a Manuel: ignoraba sus mensajes y llamadas y el portero tenía ordenes de decirle, en caso de que fuera a buscarme, que no me encontraba en casa. Manuel representaba toda una vida que quería abandonar y nuestra relación no hacía más que anclarme en un statu quo inadmisible. Además, si uno quiere cortar con alguien, lo mejor es hacerlo de raíz.

Sin embargo, de alguna manera logró averiguarse la dirección de mi trabajo y un día me hizo una visita. Se acercó a mi mesa, sudoroso por la caminata, y, con una sonrisa irónica en el rostro, me tendió un manuscrito al tiempo que acercaba un banco. Mientras yo lo ojeaba, dijo: “¿Por qué no contestabas? Casi que no doy contigo, daba la impresión de que te hubieses muerto. En todo caso, ya entendí el mensaje. Lo que me indigna es que no hayas tenido el valor de decírmelo de frente. Pero bueno, es bobada seguir dándole vueltas al asunto. ¿Sabes Rafa? Creo que he encontrado una mina de oro. Ahí estaba el secreto de todo. Es más, me aventuro a afirmar que los teóricos fueron extremadamente comedidos en sus afirmaciones. El lector no es solo quien le da sentido a la obra, es además, quien debe escribirla”. Lo que tenía entre manos era una narración construida únicamente a partir de sugerencias. No había una sola afirmación contundente, todo eran vagos devaneos que no llegaban a nada. A mí se me arrugó el entrecejo. “¿No te gusta?”, me preguntó, desafiante. “No sé, no le veo el sentido”. “Es que no lo tiene, a menos que se lo pongas tú mismo”. No recuerdo muy bien cómo continuó nuestra conversación. El punto es que, luego de un par de opiniones encontradas, casi nos fuimos a los puños. Yo, en mi proceso de renegación, no soportaba que Manuel viniese a recordarme que, a fin de cuentas, mi actitud redundaba en una rendición deshonrosa. Él, en cambio, iba en busca de una excusa que le permitiese vengar mi abandono y descargar sobre mí la ira de su frustración. Al final, dos de mis compañeros tuvieron que sacarlo arrastrado y yo recibí una muy merecida amonestación.

Ese fin de semana fui a visitarlo a su apartamento para presentarle mis disculpas y confirmar nuestro rompimiento. Vivía en un par de habitaciones estrechas tremendamente desordenadas. Acumulaba libros y películas a montones y dejaba tirados por ahí los volantes que le entregaban en la calle, con la esperanza de usarlos algún día para hacer un collage lingüístico. Cuando llegué, la puerta estaba entornada. La empujé con los dedos y escuché a Manuel gritar desde el otro cuarto: “No entre, no entre, espere ya salgo con la plata”. Pocos segundos después apareció en camisilla y se quedó mirándome con estupefacción. “Creí que era Domino’s”, dijo. “Pero dale, entrá si querés. Disculpá el desorden, ya me conoces. ¿Querés algo de tomar?” “No, gracias.” Admirado por su frialdad, le presenté mis disculpas y él hizo un ademán con el que daba todo por olvidado. Luego, casi sin mediar palabra, se escabulló a la habitación contigua y yo lo seguí. Cuando entré, todo estaba oscuro a excepción de una pantalla que le iluminaba el rostro. Él, con un mando entre las manos, la miraba absorto. “¿Qué haces?”, le pregunté. “Juego”, dijo él. Yo guardé silencio unos segundos, al cabo de los cuales dije: “¿Por qué? Tú nunca has sido fanático de los videojuegos.” Él parecía renuente a compartir sus ideas conmigo. Nuestro último encuentro había dejado heridas incurables. Al final, empero, decidió abrirse: “Son la nueva frontera, Rafael. En ellos el jugador tiene el control. Son el arte más consciente de la importancia del espectador”. No despegaba los ojos de la pantalla. Parecía hablar desde otro sitio, lejano, muy lejano. “Pero no son más que juegos de niños.” “No, Rafael, son más, mucho más”, dijo, y su voz tomó las inflexiones propias de quien se dirige a un idiota. “Solo mira este: no solo me requiere en el mando para que la historia continúe, sino que narra a través de los escenarios, los objetos y los enemigos. Casi no nos dice nada manifiesto, solo nos deja pistas que nosotros, como lectores activos, o machos, para citar a Cortázar, debemos usar para reconstruir los hechos.” De repente alguien tocó a la puerta. Era la pizza, por lo que yo decidí irme y así evitarle la molestia de una invitación inesperada.

Ese fue el punto final de nuestra primera relación. Pasaron muchos años antes de que nos volviéramos a ver. Dadas las disculpas obligatorias pero rota la confianza, no quedaba nada que nos uniese. Por lo tanto, desde ahora me veré forzado a abandonar el tono anecdótico y repasar su evolución literaria desde la impersonalidad propia de un espectador a distancia.

El año siguiente publicó Retazos y apuntes, una recopilación de relatos con un tono muy similar al de aquel cuento que me había mostrado en el estudio: muchas sugerencias, cero afirmaciones, narraciones vehiculadas por pistas, como le gustaba llamarlas a él, que obligaban al lector a reconstruir la historia por su cuenta. Este fue un tiro fallido; aunque lo publicó una buena editorial, tuvo muy mala acogida debido a su casi total impenetrabilidad. Muchas críticas lo tildaron de hermético y abstruso.

Dos años después, en 2020, incursionó en los libro-juegos. El salto era inevitable. Los libro-juegos, muy populares en la década de los 80 de manos de Steve Jackson e Ian Livingstone, consisten en pequeñas novelas donde el lector toma decisiones que determinan el rumbo de la historia. Por ejemplo:

a) Llamar a Manuel y pedirle perdón (Ir al parágrafo 1)

b) Mantenerme en mis trece (Ir al parágrafo 2)

1

Lo anterior era solo un ejemplo. Esto sería factible en una historia de ficción, no en un prólogo. (Continuar al parágrafo 2)

2

De esta corriente fueron las colecciones Lucha y Ficción y Elige tu propia aventura. Ahora bien, esta moda de los 80 no pasó de eso, una moda, y, al quedarse en lo puramente lúdico, no alcanzó reconocimiento literario alguno. La revolución de Manuel consistió en conferirle el carácter de literariedad a los libro-juegos y con Vagabundeos por Medellín logró un éxito apabullante de ventas y una muy buena recepción por parte de la crítica. Al fin y al cabo, daba vida a un universo único de símbolos y figuras deslumbrantes que el lector podía recorrer a su gusto y la estructura estaba tan minuciosamente elaborada que no había camino que no deparara un sinfín de agradables sorpresas. Los siguientes seis años se dedicó a perfeccionar su técnica. Crónicas de Indias (2021), Dolores de un internauta (2023) y Cañaverales y machetes (2026) fueron la prueba de ello.

Con lo anterior, Manuel se estableció definitivamente como un autor consagrado, tanto que ya se le conocía por el apellido y no por el nombre. Tenía fama internacional, se hallaba radicado en México e incluso comenzaba a barajarse su nombre en los salones de la Academia Sueca.

Pero la fórmula ya estaba agotada. Los confines del libro-juego ya habían sido alcanzados y rebasados. Y su lectura terminaba volviéndose pesada, pues los lectores no se conformaban con una única historia, con su historia, sino que, empeñados en exprimir todas las posibilidades, efectuaban un millón de relecturas que no tardaron en extenuarlos.

Se dio un descanso de cinco años, al cabo de los cuales presentó dos obras. La primera, Gorgota, o una guerra de cinco años (2031), que consiste en un legajo de documentos sobre una guerra ficticia que parecen recopilados siguiendo un orden fortuito, pone al lector en el rol de un historiador y le obliga a extraer de los archivos el desenvolvimiento de una trama política. A veces esta tarea resulta extremadamente compleja, pues la información importante puede ser un desfalco presupuestal en cinco páginas de registros de compra-venta o en una firma perfectamente falsificada de un telegrama “oficial”. En este, a mi parecer, lleva a sus últimas consecuencias lo que ya había prefigurado en Retazos y apuntes. La segunda, Desenlace (ídem), puede ser considerada como la semilla que dio vida a la novela que el lector tiene ahora entre sus manos. Era una antología de relatos policiacos, todos inacabados, todos dejados en punta. Cuando Roberto Bocanegra le hizo una entrevista al respecto, Arango dijo: “El lector es un detective. Que sea él quien resuelva los casos. Las pruebas están ahí, solo falta unir los puntos”.

Y de Desenlace desembocamos a Una aventura personal. Arango necesitó diez años para idear esta novela. Diez años de desvelos y trabajo agotador. Diez años de conceptualización, planeación y desarrollo. Todo lo que había hecho hasta entonces fue solo una preparación que le permitió fraguar el colofón de su obra. Su objetivo de matar al autor para dar plena potestad al lector queda totalmente consumado en esta apuesta contra la tradición. Debo admitir que yo también me demoré mucho en comprender el verdadero alcance de sus perspectivas, pero ahora, después de nuestra reconciliación y de largas noches de discusión, estoy profundamente convencido de la trascendencia capital de su proyecto y me siento muy arrepentido de no haberlo acompañado en su travesía desde el principio. Pero es algo que ya pasó y no se puede remediar. Ahora, en nuestra cincuentena, solo podemos mirar atrás y sopesar nuestros errores.

Fue una noche de marzo, aniversario número veintitrés de esa lejana tarde de lluvia en la que pronunció sus palabras mágicas. Yo llevaba una vida desorganizada, incapaz de sentar cabeza y con más frustraciones que alegrías. Pocos años después de nuestra separación, volví a las letras y no puedo negar que sentí celos al verlo triunfar como una lumbrera. Faltaba poco para la publicación de la primera edición de Una aventura personal cuando mi teléfono sonó sorpresivamente. Contesté y escuché su voz. Me informó que me había enviado un pasaje de avión a Ciudad de México y colgó un instante después. Yo, medio aturdido, seguí sus instrucciones. Me recogió en el aeropuerto y me condujo a su hogar, una casa moderna de dos pisos, llena de obras de arte vanguardista. Ya me tenía preparada la habitación de visitantes.

Sirvió un par de whiskys y se acomodó en la sala, bajo un lienzo en blanco. Estaba avejentado, se había quedado completamente calvo y las facciones se le habían endurecido. Me contó que había enviudado hacía unos meses. Su esposo había muerto de leucemia y él se hallaba devastado. Lo había querido sobremanera y lo necesitaba, especialmente ahora que se preparaba para lanzar su gran obra, hacer su gran apuesta, tirar los dados y esperar el resultado. “Esta nueva obra es muy arriesgada. Si es entendida, será una revolución que cambiará para siempre el rumbo de la literatura. Y si no…” “¿Si no qué?” “Si no, perderé toda mi credibilidad. Me estoy jugando mi vida, Rafael. Y Federico era mi único sostén, aquel que guiaría mi mano en este lance decisivo.” Guardó silencio durante unos instantes. Luego, tomando aliento, dijo: “Por eso pensé en llamarte. Recordé nuestro pasado y lo mucho que te admiraba por aquel entonces. Fue terrible lo que me hiciste…” “Si vamos a desempolvar viejos ardores es mejor que me vaya.” “No, no”, dijo él, “no es eso, lo siento. Lo que quiero es que nos reconciliemos. Me encantaría que me acompañaras como antes, como cuando estaba publicando Llueve la muerte del cielo o Sentencia entre líneas.” Los ojos se le perdían en las cuencas de los ojos. Definitivamente había perdido esa lozanía de la juventud que tanto se demoró en sus facciones, que tan fuerte se aferró a él durante tantos años. “¿Y qué es lo que tienes entre manos?”, pregunté. “Se llama Una aventura personal”. “¿Y? ¿Es tu obra cumbre, una última confesión antes del silencio?” “Sí y no”, dijo él con una risa apagada. “Puede que sea mi obra cumbre, pero no tiene nada de mí.” “¿Cómo así?” “Es una novela de trescientas páginas, todas en blanco. Vendrá con un lapicero incluido.” Yo me quedé mudo. Creía que me estaba gastando una broma. Ante mi asombro, él prosiguió: “No contiene texto alguno porque, como dije hace ya tanto tiempo, el autor está muerto y es el lector quien debe escribir la historia. Pues bien, dejaré que sean los lectores quienes den vida a sus aventuras personales. Así habremos alcanzado el más noble objetivo de la literatura".

Y así fue. Publicó Una aventura personal el año pasado. Al principio, la reacción general fue de completo pasmo. Algo así jamás se había visto en la historia de la literatura. Los críticos no sabían cómo reseñar una novela que carecía de texto y la gente no sabía cómo leerla. Es que ni siquiera había modo de criticarla. ¿Cómo iban a hacerlo? ¿Atacarían la construcción de los personajes, el desenvolvimiento de la trama, la falta de verosimilitud? No podían, porque no había nada de qué asirse. Al fin y al cabo, la novela podía ser tan buena o tan mala como el lector quisiera.

La comprensión llegó lentamente. Las primeras ventas se debieron a la fama de su nombre y las segundas a la curiosidad, pero de ahí para adelante fue un fenómeno mundial. Era el universo infinito de las posibilidades lo que ese libro contenía. Ningún límite encadenaba a los lectores a una interpretación prefijada, ni siquiera a una inducida. El autor desaparecía, pasándole el báculo del poder a su público, dejando que este decidiera qué rumbo tomar a partir de la primera página. Podía ser cualquier cosa: una aventura de vaqueros, una ópera espacial, un diario íntimo, la travesía de Magallanes, la vida de un ser inmortal, la administración de un dios accidental, una colonia de monos saturninos, los recovecos del alma de un psicótico, en fin, cualquier cosa, cualquier historia. No solo era el colofón de la obra de Manuel Arango sino también el colofón de la literatura universal, pues, hasta ahora, nadie había logrado una condensación tan absoluta de todos los aspectos de la existencia, en todas sus presentaciones, con todas sus variantes. Ni siquiera las novelas totalizantes de finales del siglo XIX y principios del XX alcanzaron un efecto tan global, tan eterno, tan infinito.

Solo han pasado unos cuantos meses desde la publicación de la obra magna de Arango y ya lleva nueve ediciones y millones de copias vendidas. Algunos de los lectores nos han enviado los resultados de su lectura. Nos hemos encontrado con verdaderas maravillas, construcciones de sentido inesperadas que ninguno de nosotros habría podido imaginar. Solo ahora, para la décima edición, es que nos hemos arriesgado a incluir un prólogo que, más que interferir en el efecto de la novela, la pone en perspectiva. Además, hemos decidido sacar una antología con las mejores lecturas para mostrar las inmensas posibilidades que tiene una obra de estas dimensiones éticas y estéticas. Todo ha marchado viento en popa. El Nobel ya es una realidad asegurada. La literatura se ha abierto a un horizonte de alcances inabarcables. Solo hemos tenido un problema, pero éste, más que revelar alguna falencia, da testimonio de la gran trascendencia filosófica de Una aventura personal. El problema es el siguiente: no sabemos a quién adjudicar la antología, si a Arango o a sus lectores. ¿Quién debería firmarla? Esta decisión, como todas las demás, corresponderá a ustedes. Compártannos su opinión a través del correo unaaventurapersonal@arangoescritor.com y se hará como ustedes digan.

Rafael Gómez.



Miguel Aguirre Bernal. Profesional en Estudios Literarios de la UPB, actual representante del programa y miembro del Comité Editorial de la Gaceta el Galeón. Segundo puesto en el Concurso de Cuento Débora Arango (2012), premio Andrés Bello (2016) y finalista del Concurso de Cuento Andrés Caicedo (2017). Su relato “Crimen” aparece en la antología 8 cuentos (2017). Entre el 2019 y el 2020 dirigió el ciclo de conferencias El mapa de los objetos perdidos en Otraparte y durante tres años se desempeñó como guionista de videojuegos y experiencias interactivas en las empresas Indie Level Studio y Novotechno. Actualmente se dedica a la docencia.

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