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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Prólogo

Autor: Ana María Rubio*


Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo, mi producción creativa de los últimos dos años ha estado delimitada por los requerimientos y caprichos de la academia. La temible academia, con sus ínfulas de grandeza, su celosa reglamentación y su absurda incapacidad para aceptar que existen cosas, igualmente valiosas y apreciables, que se escapan de su alcance, de las manos milenarias de la universidad que por años ha estado intentando teorizar el arte para hacerlo aprehensible, aprehenderlo para estudiarlo, y estudiarlo para cristalizarlo en un estado en el quepueda poseerlo. Cuenta la leyenda que alguna vez la maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia fue parte de la sacrosanta y quebrada facultad de Ciencias Humanas, y que huyó de ella cuando descubrió que dentro de sus decálogos y revistas había más espacio para la crítica teórica que para la producción creativa. Descubrió que las pretensiones de esta maestría, joven e inexperta, eran insuficientes para la demanda de una institución que tenía demasiados siglos de reivindicación masturbatoria para atreverse a cuestionarse a sí misma en el campo de lo creativo. Las humanidades, aun siendo las más vivaces y atrevidas de las ciencias, son igual de estériles y presumidas en ciertos ámbitos. Y la literatura vale académicamente en tanto que trasciende históricamente y se canoniza, pero para trascender necesita tiempo y contextos analizados en retrospectiva. Las nuevas creaciones, ciertamente, no poseen ninguna de esas cosas. Las ciencias humanas fueron mi casa durante muchos años y mi ser estudiante nació en ellas y con ellas se formó. Adquirió la disciplina y la constancia; también una cierta resistencia al fracaso y a la frustración. Se forjó certezas que, curiosamente, son siempre relativas en sus salones pero que igual se sienten como fundamentos estables. Desarrolló habilidades en mí para entender el mundo de un cierto modo, con un lenguaje particular que le es muy propio, con una necesidad de especificar términos que antes no tenía, y con la pretensión de que la autoridad autoral tenga un valor intrínseco que debe buscar ser replicado.

Tomar la determinación de hacer de la escritura oficio, y como oficio subyugarla a las limitaciones de la artesanía y de la monetización, exigió de mí aceptar que el individuo que estudiaba debía ser diferente del que escribía, puesto que, para el estudiante, había fórmulas y parámetros que no cabían dentro de aquello que representaba “ser escritor”. Las fórmulas aquí son diferentes y no existen reglamentos establecidos, sólo cosas que funcionan y cosas que no, y dentro de ese espectro de cosas que funcionan, todo cabe. Me senté conmigo misma y lo discutimos, llegamos a la conclusión de que, entre otros detalles particulares que implicaban desligar uno de esos roles del otro, aquel que no estábamos dispuestos a negociar era el referente a la lectura libre, pues nos rehusábamos a limitarnos a leer como "se debe leer" para escribir. A perder la experiencia inmersiva y maravillosa de la lectura para empezar a pensar en términos de estructura y trama, a traicionar de esa manera la potencia real que me había llevado a coger la pluma desde el primer día.

Leer así estaba bien para estudiar lo leído, pero no para producir nada propio. Era demasiado mesurado y estructurado para permitir una creación libre.

Y es que el quehacer del escritor está necesariamente ligado a la experiencia lectora. Hubo un momento en la vida del lector en el que llegó a un libro que trastornó su existencia de manera particular, un texto que le interpeló directamente y del cual no salió siendo la misma persona. Incluso puede que no haya sido sólo un libro, puede que la experiencia, si ha sido una buena, se haya repetido al acceder a otros volúmenes, y que sea aquel extrañamiento o sentimiento de epifanía lo que le mantuvo leyendo después de la infancia y la adolescencia, cuando cada vez hay menos tiempo para leer y cuando se vuelve más difícil acallar la cabeza para dejar hablar al libro. Cuando empieza a parecer que uno tiene demasiadas opiniones sobre el mundo como para escuchar y aceptar los escenarios posibles (y los imposibles también).

Resulta complicado pensar en un escritor que no haya sido lector ávido primero y que no pueda dar cuenta de sus libros o autores favoritos si se le pregunta. Con el paso de los años será capaz de discernir con mayor acierto el porqué de sus favoritismos literarios, pero creo que, en primera instancia, el amor por el texto escrito reside puramente en lo visceral, en lo que el libro es capaz de provocar en uno, y de ello se sigue lo que se aprendió de él, independientemente del contenido enseñado y del aprendido, que no siempre son lo mismo.

Había algo en aquella sensación de sorpresa infantil que se sentía a la hora de leer un libro, en aquel afán de tragarse las páginas por pura necesidad de saber qué seguía. Cuando las frases bien escritas provocaban exclamaciones por sí mismas antes de que supiéramos las palabras para describir los mecanismos con los que nos descrestan, o cuando cerrábamos el libro con la sensación imborrable de que algo importante acababa de pasar, ignorantes de si el autor era de renombre, de si los personajes tenían profundidad psicológica o contenidos socio-políticos, o de si su texto se consideraba bueno porque aquellos que dicen saber lo que es bueno lo afirmaban. El lugar del escritor reside en el medio entre aquella sensación de inocente sorpresa y la sonrisa cómplice de quien entiende cómo se hace un truco de magia.

La decisión de escribir provino en mí del deseo de reproducir ese estado de extrañamiento en otros, de comunicar de alguna manera lo que me habitaba y lo que (creo que) puede maravillar a otro de la misma manera en la que me siento maravillada yo (sin miedo de aceptar la subjetividad en el proceso). En ese orden de ideas, creo que el escribir proviene de lo que se ha leído y vivido, y de lo que particularmente causa inquietud: de la experiencia individual con el mundo y de cómo se ve afectada por la sensibilidad particular del autor. Un buen escritor debe estar dotado de la capacidad para entender el mundo en términos narrativos, de vislumbrar la posibilidad de relatar cualquier cosa a partir de la experiencia física y emocional de la que se es partícipe (que es lo que merece la pena ser narrado, no el hecho en sí mismo), me refiero a aquello a lo que se suele llamar la mirada.

Sin embargo, la observación por sí misma, aun cuando sea buena observación, no es suficiente. Observar es una acción de una pasividad a veces apabullante, implica una pausa, implica quietud, y el oficio del escritor es todo menos quieto, es de una actividad constante y demandante, es de muchísima acción. Hay una distancia importante entre observar algo, generar un pensamiento a partir de ese algo, tener algo que decir, y decirlo. La escritura implica comunicación y la comunicación es siempre un acto performativo. Además, implica a un otro. El éxito de la escritura reside en la creación, en el hecho factual, no en las elucubraciones, y por eso implica oficio. Por eso se habla de manufactura, por eso es imposible excluir los elementos prácticos de la escritura como la corrección, la gramática, o la planeación incluso, porque la idea en sí misma por brillante que sea, no está plasmada, no se ha comunicado aún, no tiene forma, y en este arte material la forma es tan importante como el fondo, es, a veces, la razón por la cual una trama poderosa triunfa o se arruina.

Y el escritor lo sabe o cuando menos debería saberlo. Debería enseñarse a sí mismo a apreciar ambos estados, la elucubración y la creación, a obligarse a sí mismo a dedicar la misma cantidad de tiempo a ambas etapas del proceso que a veces son una sola, pues dependen la una de la otra, se necesitan mutuamente para funcionar armónicamente.

Hay quienes encuentran más dificultad en un momento que en el otro. Hay quienes sufren más en la generación de la idea, en encontrar “qué escribir”, mientras hay quienes dedican meses y meses de infructuoso trabajo en el “cómo”. Hay quienes opinan que aquella dualidad que existe entre la parte netamente creativa de formulación de un qué y la parte instruida que planifica los pormenores de un cómo depende de la articulación de un proceso inconsciente y de un proceso consciente: el famoso escribe borracho edita sobrio de Hemingway. Sin embargo, me atrevería a afirmar que no son dos procesos completamente independientes, dado que la consciencia debe estar presente en ambos momentos. Si trabajan por separado es posible que el qué supere al cómo o viceversa, cuando de lo que se trata en realidad es de que cada uno trabaje en función del otro, forma y contenido pensados en simultáneo y trabajados del mismo modo.

Afirmaré, entonces, y a partir de mi propia experiencia en este oficio, que el secreto para alcanzar ese grado de articulación entre las diferentes partes del proceso de la escritura reside en la capacidad de disponerse, la totalidad de uno, todas sus partes, en un estado particular que algunos autores denominan “la dimensión creativa”.

Siendo esta el espacio ideal en que ambas personas, la que idea y la que realiza, conviven en simultáneo para conseguir de ese modo que la forma le quede a la medida a la idea y que la idea le haga justicia al recipiente en el que se está presentando. El escritor debería aspirar a aprender a entrar voluntariamente en ese espacio específico en el que existe cuando escribe, en aquella dimensión sensible en la que debe posicionarse para que fluya de él algo que “valga la pena” en todo el sentido de la expresión, pues penas hay muchas en este proceso. Si desea sobrevivir, el autor debería al menos aprender a reconocer su propia dimensión creativa para poder utilizarla, porque es caprichosa, a veces esquiva, y se afecta por los avatares del mundo externo y del interno también.

No pretendo con esto afirmar que el escribir es una actividad quimérica que no requiera oficio o rigurosidad y que dependa enteramente de habilidades innatas imposibles de aprender, en estados alienados de acceso limitado a un puñado de privilegiados, sino que el escribir, al menos literatura, exige del hombre posicionarse en un espacio particular de sí mismo, que creo que poseen todos los humanos, pues es sólo en ese punto en que puede valerse de todos los recursos metodológicos necesarios (que sí pueden aprenderse, ejercitarse y mejorarse) para llevar a cabo su obra sin que esta resulte despojada de su corazón.

Recapitulemos: domar la dimensión creativa puede ser la herramienta más importante para hacer de la escritura un oficio verdaderamente, y leer es supremamente útil para encontrarla y reconocerla, tanto para encontrar elementos prácticos que sirven al oficio (llámese estilo, ritmo, contenido, investigación, tono, etc.), como para entrar en ese estado sensible en el que el autor puede apelar al lenguaje para comunicar impresiones que sólo él es capaz de hilar en términos narrativos, dada su manera particular de entender el mundo. Son dos lecturas diferentes, que deben realizarse por personas (en el sentido anglosajón del término) diferentes y con propósitos diferentes, pero en un sólo estado en el que ambas personas se alían al momento de la producción.

Sin embargo, leer por sí mismo no basta para entrar en aquella dimensión; pareciera ser que a veces el exceso de lectura tiene un efecto paralizante en los autores. La dimensión creativa apela a la sensibilidad y es por ello que requiere de elementos que la potencien de manera particular. Es decir, así como cuando tiene insomnio una persona busca beber cosas calientes, abrigarse, acomodarse bien en la cama y realizar actividades relajantes, así mismo el autor debería buscar estímulos externos que contribuyan a que pueda entrar en el estado creativo. ¿Y dónde está la bebida caliente o el abrigo de los escritores frustrados? Si bien el escritor debe serlo de tiempo completo, en su contemplación del mundo, en su vivenciar, en su estudio teórico y práctico, en su imaginar incluso, el momento de la producción de obra exige de él hacer voluntaria de alguna manera esta disposición para que sea práctica, necesita poder domarla, y decirlo así es casi tan indignante como decirle al insomne que dormir sólo requiere de cerrar los ojos. Aquel que no duerme mira con envidias y dolor al que duerme de pie en los buses.


No va, no funciona. Estoy más cansado que si empujase montañas. De repente, me entran ganas de llorar. Hace falta de una voluntad sobrehumana para escribir, y yo sólo soy un hombre”

-Gustave Flaubert, Sobre la creación literaria. Extractos de la correspondencia


Aquella cita de Flaubert, y algunos fragmentos leídos de otros autores, me llevaron a una conclusión tremendamente práctica en mi propio ser como autor: el motivo por el cual la lectura le dispone a uno para la creación es por la capacidad que existe en ella para la abstracción. El extrañamiento infantil del que hablaba al principio reside en gran medida en la posibilidad del niño de vivir plenamente lo leído, su capacidad imaginativa le permite experimentar la narración casi que en carne propia, y de ello se sigue que provoca en él emociones muy reales.

No se me ocurre ejemplo más claro de la dimensión creativa que el niño cuando juega, cuando se despoja de sí mismo y elabora narrativas enteras en el aire con total naturalidad. El autor debería poder aspirar a ese estado de creación absoluta pero esta vez instruida también, en el que la potencia de la fantasía no reside únicamente en la fe inquebrantable de la infancia, sino en la capacidad de establecer universos posibles, en la posibilidad de generar un “¿y por qué no?” en el lector y de construir algo con eso.

Fue llegada a este punto que comencé a conciliar ese debate conmigo, aquella idea de que el ser lector y el ser académico podían convivir en el mismo cuerpo y trabajar en conjunto, aun cuando fuesen diferentes. Podían hacer un pacto, una suerte de tregua a la hora de sentarse a escribir.

Y tal vez la manera de llegar a ello, imitando al niño que juega, sea despojándose de uno mismo y aprender a ser otro: el escritor. Construir al ser escritor, que es bien diferente del narrador, puede ser el modo a partir del cual volvamos voluntario el acceso a la dimensión creativa, en la cual las herramientas prácticas del oficio se subordinan a la acción narrativa y funcionan en comunión con esta, no la sobrepasan o la limitan.


"The writing we call personal narrative is written by people who, in essence, are imagining only themselves: in relationship to the subject in hand. The connection is an intimate one, in fact, it is critical. Out of the raw material of a writer's own undisguised being a narrator is fashioned whose existence on the page is integral to the tale being told. This narrator becomes a persona. Its time of voice, its angle of vision, the rhythm of its sentences, what it selects to observe and what to ignore are chosen to serve the subject; yet, at the same time the way the narrator —or the persona— sees things is, to the largest degree, the thing being seen"

-The situation and the story, Vivian Gornick


La construcción del ser escritor justifica, entonces, todas aquellas conductas caricaturizables a las que los escritores se someten. Escribir en el día o en la noche, con música o en absoluto silencio, en lugares públicos y concurridos o en retiros naturales, acompañados de bebidas calientes, de licores o bien completamente borrachos, todo eso se justifica a partir de la creación de ese sujeto que de modo particular requiere de utilería para jugarse mejor.

El autor no debería entonces sentirse avergonzado de su propia excentricidad, como no se sentía Horacio de su recetario de retórica ni Flaubert de sus crisis emocionales (bueno, tal vez Flaubert sí). El autor debería aprender a conocer al escritor que lo habita y contribuir a hacerle la vida más sencilla a ese otro que se enfrenta a la complicada tarea de maravillar al niño que también vive en él. Deliciosa esquizofrenia socialmente aceptada en el capitalismo editorial.

En el caso particular de la presente obra, aquella tarea en sí misma compleja y sutilmente masoquista, en tanto que requiere del rompimiento voluntario y domado del yo al que se enfrenta el escritor, se vio, además, atravesada por el asunto de requerir que dicho desdoblamiento sucediera dentro de unos parámetros establecidos. Y la creatividad se sintió insultada. Porque es muy complejo obligar a la mente a enfrascarse fructíferamente en el quehacer creativo de abstracción mientras se cumplen con horarios semanales de entrega y se corresponde a los caprichos particulares de la academia y de sus docentes perpetradores.

Y es que ¿cómo más iban a hacerlo ellos? La academia, enmarcada como la tenemos hoy en día en procesos capitalistas de producción, exige no solo de sus estudiantes sino también de sus docentes eso mismo, que produzcan y reproduzcan conocimiento. Las publicaciones son moneda de transacción en este sistema y su periodicidad es requerida para mantener vigencia en un mundo que está constantemente bombardeado por material nuevo y generalmente irrelevante. Si de entrada ya era complejo determinar criterios de calidad sincrónicos en el mundo literario, la maestría se ve en la obligación de considerar otros elementos a la hora de evaluar una obra. ¿Es relevante para su contexto? ¿Posee contenido crítico? ¿Puede ser comercializada? ¿Contradice de alguna manera alguno de los recién establecidos parámetros de rectitud política? Y si no lo hace, ¿establece posturas reflexivas con respecto a los mismos? ¿Tendrápúblico? ¿Es novedosa? ¿Tal vez demasiado revolucionaria al punto en que se vuelve ya ilegible? ¿Subvierte las expectativas del público? ¿Es inclusiva y diversa? ¿ES LITERATURA?

La sola concepción de una maestría como la nuestra pelea constantemente con estas incógnitas. Durante un año entero asistimos a sesiones de clase donde profesores, tan inexpertos como nosotros que los observamos desde el otro lado del aula, intentan justificar pataleando por qué su propuesta puede considerarse como algo válido dentro de la idea de enseñar un arte creativo.

Dos teorías más tarde, dos seminarios más tarde y la única razón por la cual se puede decir que el principio poético de Poe es más válida que la de alguno de nosotros es porque funcionó. Nada dentro de sí misma garantiza su carácter de verdad, si es que existe una cosa parecida en este entorno, ni mucho menos de calidad, sino que se ve legitimada por el hecho de que ahora, décadas después, sabemos que la obra que sustenta fue exitosa. Entendiendo también que el éxito en el mundo literario es una cosa difícil de definir, pues hay mal denominados malos autores publicando millones, y buenos autores, también entre comillas imaginarias, reconocidos únicamente en círculos pequeños de académicos auto legitimados. ¿Y si aceptamos admitir que el criterio de calidad de la obra reside en sus lectores y en su impacto a nivel histórico? Entonces tendríamos que aceptar que es el mercado quién nos califica, no la academia. Y que aquí nos están preparando únicamente para aprender a vendernos. Con toda la suciedad que eso implica. Además, que difícilmente nos puede juzgar ahora, antes de ser leídos, antes de saber si seremos leídos.

El resultado natural de todo ello es que se vuelve necesario deshumanizar el proceso de producción literaria. Sistematizarlo, y con ello restar importancia a todos aquellos factores de los que se habló anteriormente, porque a la larga a la academia poco le importan a menos que sean lo suficientemente relevantes y narrativos como para que puedan ser caricaturizados en la concepción de tu personaje escritor.

Ambientados en un mundo donde todo está permitido tuvimos que aprender que todo lo que sea bueno está permitido, pero que aquellos criterios de valor con los que determinarán lo bueno no están escritos en piedra de manera clara y concisa, pero existen y son determinantes.

Enfrentarse a la tarea de forzarse a producir algo cada semana, intentar convencerse de que ese algo es relativamente bueno, someter aquel algo al cadalso, ese algo que resulta que es una pieza de ti mismo expuesta para el escrutinio, para el juicio de sus pares, para que lo destrocen. Erigirte tú mismo juez de ellos, y convencerte de que tienes el criterio suficiente para juzgar a otros con dureza mientras debes en simultáneo aceptar que no tienes el criterio para defenderte a ti mismo.

Pero no a ti, a tu obra. Es decir, sí, a ti.

La obra, en este campo, es parte íntegra de su creador y no posee de otros más que referencias. Su forma, y su fondo a la larga, por mucho o poco que se basen en el mundo, provienen única y exclusivamente del filtro subjetivo de ese narrador que ha nacido, que ha sido traído a la vida con el propósito manifiesto de dar vida también. Pero de dar a luz en un entorno que está en medio entre la libertad absoluta y la restricción inexorable.

Porque todo se vale. Pero todo depende. Resulta ser que la creación de la obra, dado que depende completamente de quién la crea y nada más, está sujeta a los caprichos de este sujeto y del mundo que a este le ha tocado. Y entonces los cánones nos hablarán de autores románticos y renacentistas, de los alemanes y los franceses, de literatura rusa de la revolución y americana de la postguerra. Nos veremos obligados a compararnos con los del boom y los del Dada, y tendremos que aceptar que palabras como esas tienen sentido y pesan para una persona que pretende, énfasis en la pretensión, ser parte de una mitología demasiado extensa e intrincada, sin reglas aparentes, pero con penalizaciones por incumplimiento.

Y ese ser creador, parado en medio entre el niño y el académico, construido artificialmente a partir del sentir instruido y del saber enajenado, se abruma frente al espectro de lo que le espera afuera de los espacios artificiales y seguros del aula de clase. Y se recoge en sí mismo, aterrado de pensar en el escrutinio de sus entrañas, en las elucubraciones sobre sus demonios y en los cotilleos de sus intimidades que él mismo ha decidido hacer públicas.

A nadie le preocupan en realidad los requerimientos de las editoriales que le sentaron encima, los pesados reglamentos etéreos de artes poéticas de hombres largamente muertos que le impusieron, todas las subjetividades que tocaron la obra después de que la hubiera parido. Porque a la larga la obra debe hablar por sí misma, debe defenderse sola y uno está obligado a callar para dejar que hable. Y por ella no hablarán los comentarios de los que la juzgaron y corrigieron y reformularon, tampoco hablará su autora que ya no tiene voz que tenga la fuerza de contradecir lo que está escrito, que es siempre más durable. Su autora que debe además intentar averiguar las implicaciones de su existencia como mujer latinoamericana en el convulso periodo del 2019, porque sabe que de alguna manera eso parece importarle mucho a mucha gente.

Leer ya no es un acto voluntario movido por inquietudes propias o por el deseo intrínseco del lector, es una tarea, palabra tan detestable. La dimensión creativa debe forzarse, y de tantas veces que se busca en vano y no se encuentra, debe fingirse para poder corresponder con las demandas del capitalismo académico. De la producción sistemática e industrializada de arte. Los autores se atiborran de vicios diversos, que ya no contribuyen a la comodidad de sus personajes sino a la evocación de ellos, como si con cantidades ingentes de cafeína y antidepresivos pudieran invocar al que eran ellos cuando pensaron que cursar esto era una buena idea. Que someter la creatividad a la academia en función de un aprendizaje sistemático o de una certificación o diploma valdría el asesinato de las ganas de escribir, y que mucho de lo que quedará plasmado y será publicado bajo el título de “escritura creativa” será simplemente, lo que tuve que hacer.

Escribir no debería ser algo que uno tiene que hacer. Pero uno tiene que vivir de algo, y uno tiene que producir algo.

A la larga creo que todo esto, todas las consideraciones y reflexiones sobre el acto de escribir que quedaron plasmadas aquí arriba, corresponden en realidad a lo que se me ocurrió que sería el estado ideal de la escritura, de lo que debería ser el oficio escritor, que de igual modo poco se aprecia y se entiende en términos generales. Creo que intento de algún modo explicarle al lector, a usted, persona que desliza los ojos por encima de estas letras, que escribir en la academia es un Tabú, que algunos de nosotros decidimos atrevernos a intentarlo, y que muchos de nosotros no sobreviviremos del todo a tan esforzado empeño. Que debo convencerme a mí misma, también, de que sé de lo que hablo, de que a lo largo de estas letras, de estas y de las que les siguen, he forjado una certeza respecto a lo que escribir implica para el ser, a lo que se necesita para escribir algo, para decir que algo es bueno, para forjar una opinión instruida, para armarme con un poco de esa autoridad autoral que tienen aquellos a los que se cita en textos como este.

Lo cierto es que se sacrificó mucho en pro de la creación. Lo cierto es que se aprendió mucho, pero se destruyó más en el proceso. Lo cierto es que no hay certeza con respecto al valor real de la obra aquí presente, pero hay cariño y honestidad en sus pretensiones. Lo cierto es que probablemente repetiría la experiencia si pudiera, porque, a la larga, algo nació, de facto, trascendiendo la idea y el plano del pensamiento. Y ese algo está aquí para ser leído, es mi obra.


“Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido. Aunque este sea el último dolor que ella me causa, y estos sean los últimos versos que yo le escribo.”

-Pablo Neruda

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