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  • Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Persona

Autor: Ximena Hoyos Galvis*


¿Por qué no salvé al niño?

Los dos moriríamos si me quedaba para rescatarlo, lo sabía. Aun así, ¿por qué no lo salvé ?

Seguía a oscuras, pues la luz me hacía doler los ojos. El ruido de afuera del apartamento me hacía doler los oídos. Moverme me provocaba dolor en el pecho, que ya de por sí se apretaba con cada respiración. Solo pensaba en el niño. El teléfono llevaba sonando dos días, con lapsos de algunos minutos que me permitían escuchar mi propia respiración. Antes lo que sonaba era el celular, hasta que se quedó sin batería. No tenía fuerzas para ir y desconectar la línea. Tampoco para recoger la bandeja de comida que la señora Monsalve me dejaba sagradamente tres veces al día.

Podía ver su sombra por la rendija inferior de la puerta. Seguía sus movimientos con mis ojos hinchados de llorar en silencio. Era consciente de que se quedaba ahí, estática, un momento; seguramente decepcionada al ver que seguía sin comer nada. No obstante, nunca escuché su voz al otro lado de la puerta. Como un fantasma, levantaba la bandeja, dejaba una nueva y se retiraba con sus característicos pasos arrastrados. Me sentía rodeada de fantasmas. Yo misma era el espectro de lo que algún día creí ser.

¿Por qué no salvé al niño?

Tal vez porque nadie me estaba mirando. Los testigos estaban del otro lado del edificio, salí por la parte de atrás. Era imposible ingresar por el estado del incendio, incluso para los rescatistas, y el niño estaba en el penúltimo piso. Gritaba y lloraba. Lo pude escuchar cada segundo durante el descenso que hice desde exactamente el mismo piso. También los gritos de los bomberos, que le pedían que saltara a la malla de seguridad. Claramente, el niño no pudo hacerlo. Y cuando los escombros volaron por todas partes tras la explosión, el silencio inundó la algarabía desesperada de cada ser humano presente.

Yo me congelé. Desde entonces no me podía mover. Caminé como pude y me escondí, dejé de ir a trabajar. Ramírez era quien no dejaba de llamarme, seguramente para pedirme que hiciera el reporte del caso. En aquello me desempeñaba mejor, decía Ramírez, que tenía más materia para escribir que para actuar. Al principio me indigné. Ahora el peso de sus palabras me hundía.

Por fin, el ruido incesante del teléfono me hizo mover. Los músculos de las piernas temblaron a cada paso, tras tantas horas sentada en el sofá. Cuando levanté el auricular, la voz de Ramírez me perjudicó los sentidos, hasta ahora aletargados.

⎯¡Vuelva ya a la estación! ⎯ni siquiera saludó. Esta vez no me importó. Le dije que me sentía enferma, que si el reporte era tan importante…⎯. ¡Cual reporte ni qué carajos, Estrada! Véngase ya para acá que Soto se lesionó el tobillo antier, lo tiene que cubrir.

Entonces no me llamaban por el niño. Por supuesto, nadie sabía que yo estuve en lo del niño. Se suponía que iba a visitar a mi prima y me metí al edificio equivocado. Seguramente tendría mensajes de ella contándome que el complejo residencial del frente se había incendiado y preguntándome si yo estaba todavía en la estación o había salido para allá. De todas formas no cargué el teléfono. Me bañé en automático, por obligación, pero salí tal cual como quedé después de vestirme. Tampoco tenía ánimos de manejar, entonces cogí un bus. A esa hora ya no viajaba casi nadie, eran pasadas las ocho de la noche.

Cuando llegué, Ramírez me entregó el uniforme pesado, el que yo nunca usaba. Tampoco me saludó. Me cambié con desgana y dificultad, todavía entumecida por el frío de mi propio cuerpo, las articulaciones las sentía tiesas. Firmé la tabla de asistencia al lado de la puerta antes de salir del vestidor, pero escribir mi nombre se sintió como escribir el de una extraña. Ya no sabía cómo referirme a mí misma. Al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros para definirnos? Yo puse en el formato para aplicar a este trabajo que era servicial, valiente, protectora del prójimo. Evidentemente, no era nada de eso. Y el miedo de admitir lo que realmente manifesté ser me atascaba la garganta.

La muchedumbre de personas en la estación era catastrófica, pero cuando empezaron a escuchar las señales del jefe Ramírez hicieron la formación con rapidez. Me acomodé en el lugar que siempre ocupaba Soto, el segundo de la tercera fila. Afortunadamente, Carrascal era más alto y no dejaba que Ramírez viera como se me derramaban las lágrimas al enunciar el juramento que por protocolo se exclamaba fuerte, en grupo, al unísono, antes de salir.

⎯¡Tenemos por lema servir a los hombres, cumplamos gustosos la noble misión! ¡En medio de llamas se ven nuestros nombres al pie del escudo de la abnegación!


* Mi nombre es Ximena Hoyos. Tengo 20 años y soy estudiante de sexto semestre de Estudios Literarios en la UPB. Hablar de mí misma significa quedarme en blanco rápido, porque sigo sin saber quién soy. Esa es una historia que sigo construyendo y en la que espero tropezar y aprender demasiado. Los únicos momentos en los que me reconozco son en los que estoy escribiendo y leyendo. Próximamente uno de mis poemarios será publicado en una antología de poemas y cuentos; mi aspiración es seguir compartiendo las palabras que creo cuando mi mundo es lo suficientemente lúcido para proyectarlo al exterior.

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