Autor: Santiago Nieto Aristizábal*
Dos meses atrás había despertado aceleradamente y sin entender dónde se encontraba. Lo primero que vio fue la noche amplia y vacía, como una tela oscura tendida encima suyo. Con sus manos palpó a su alrededor sin poder ver con claridad, pues sus ojos aún no distinguían nada en su lóbrego lecho. Creyó sentir con los dedos la suavidad de sus sábanas, pero luego entendió que acababa de confundirlas por las ropas frías que descansaban sobre los cadáveres acumulados debajo de él.
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La primera vez solo pensó en huir de estos hogares de la muerte sin mirar atrás, olvidándolos para siempre. Pero el extraño suceso empezó a repetirse intermitentemente, y sus desapariciones nocturnas se volvieron una parte inevitable de su vida. Se vio forzado a vestirse como no lo hacía en muchísimo tiempo, acostumbrado ya a la estrechez asfixiante de los trajes y las corbatas. Cambió la pijama por un atuendo que a la luz del día chocaría con su porte de congresista: pantalón ancho, camisa holgada (gafas en el bolsillo del pecho), buzo y botas (no quería volver a sentir el crujir de los huesos y la tierra bajo sus pies descalzos; temiendo no despertar a tiempo y morir asfixiado o terminar con hipotermia). La cuarta vez que sucedió, tras volver de la montaña en que había aparecido al amanecer, decidió que era suficiente: aunque no tomaría medidas para evitar que el descolocamiento sucediera en primer lugar, intentaría localizar y estudiar los lugares en los que estaba despertando.
Era claro que siempre aparecía en un lugar cercano a Bogotá, porque encontraba la carretera en un lapso de veinte o treinta minutos caminando entre la hierba y el pantano. Lo siguiente era encontrar el pueblo más cercano y llamar a su equipo de seguridad para que lo recogieran. Soacha, Fusagasugá, Facatativá y Girardot. El chofer llegaba a recogerlo acompañado de dos guardaespaldas, con indicaciones de no cuestionar dicho protocolo ni hablar con nadie al respecto. El secreto de los viajes nocturnos del senador ahora les pertenecía también a ellos.
Así transcurrió el mes siguiente a su involuntario e inexplicable descubrimiento. El tiempo que dormía ahora era poco: aunque estaba más “preparado” que antes, le daba miedo cerrar los ojos y no poder ver las paredes blancas de su habitación cuando los abriera de nuevo. Intentó no dormir algunos días, pero terminó rindiéndose al cansancio. Además, tenía que seguir su vida de congresista y responder a su ajetreada agenda pública, o sería muy notorio que algo escondía. También probó enfocar sus pensamientos previos al sueño en la imagen de su habitación. Sin embargo, la muerte efímera que era el sueño le provocaba, no solo la suspensión de sus funciones sensoriales, sino también la de su cuerpo, que en cuestión de segundos cambiaba de lugar y aparecía en una nueva fosa oculta.
El senador entendió que, al igual que su cuerpo, las fosas aparecían y desaparecían de repente en lugares remotos donde antes no había nada, además de la tranquilidad de la sabana bogotana.
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Lo despertó el olor a podredumbre, y al ponerse las gafas descubrió que arriba, sobre el lienzo oscuro del cielo, se dibujaba con claridad la figura del cazador. A su alrededor, en vez de paredes blancas, se erigían altos muros de tierra. Con ayuda de la luna que brillaba encima suyo, empezó a inspeccionar los cuerpos que yacían inertes. Para su sorpresa, las ropas que había confundido con sus sábanas estaban casi en perfecto estado y no tardó mucho en deducir que se trataba de uniformes de uso militar. Sobre el hombro izquierdo de uno de los cuerpos encontró una tela delicada, amarrada por encima del uniforme, con un bordado en el centro.
Mientras lo palpaba con su pulgar, identificando la sigla que formaban las cuatro letras bordadas, sintió que la tierra y los cuerpos bajo sus pies habían empezado a temblar. En medio del pánico, lanzó un grito ahogado que nadie escuchó y vio a los cuerpos uniformados girando en un remolino que succionaba todo hacia abajo. Impotente y casi inmóvil, luchó con sus brazos para mantenerse arriba de la masa. En ese instante se desató una tormenta y los muros de la trinchera comenzaron a ceder. Cerró los ojos una vez más, pensando que ésta vez despertaría en su cama, pero sus pensamientos lo mantuvieron ocupado mientras los cráneos, que ahora lloraban sangre, le cubrían el cuerpo por completo. Abrió los ojos por última vez y no pudo ver que en el oscuro cielo no había estrellas o constelaciones; ni una luna capaz de iluminar una tumba.
*Santiago Nieto Aristizábal es estudiante de música y comunicación en la Universidad Icesi y director del blog literario Suelo en Movimiento. Textos suyos han sido publicados en la revista Gaceta (El País Cali), y en la antología "El Covid no es cuento'' (Editorial Universidad Icesi, 2020).
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