Autor: Pablo Marín J.*
—In nomine patris.
La luz rojiza del atardecer se colaba entre los espacios de las hojas del robledal que envolvían al hombre delgado y canoso con la mirada fija en las formas de las ramas que mostraban pequeñas marcas de hongos y musgos que intentaban prosperar en la fuerte corteza. Su ojo capturó el vuelo de la Princesa Roja, una pequeña mariposa de alas de un rojo intenso a la que atravesaba un rayo de sol, imitando una chispa de la hoguera.
H. Montenegro Cabiedes cayó de rodillas, incapaz de moverse o de quitar sus ojos del majestuoso vuelo del insecto. Sentía el crepitar del fuego a su alrededor y los pesados troncos derrumbarse, lanzando pequeñas partículas rojas sobre los tapices con imágenes de la biblia. Las velas chorreaban parafina sobre el suelo y las pequeñas llamas crecían al contacto con la madera de los reclinatorios. El antes olor dulzón de la mirra, ahora era una humareda de cabello chamuscado empapado en sangre. Hipnotizado por la lentitud con la que el fuego engullía todo sin siquiera chistar, aquel niño se mantenía de pie mientras su mundo se desmoronaba con pesados escombros de adobe.
Su madre entró, medio cubierta con una pesada ruana negra tratando de proteger su cuerpo, corriendo hacia él para poder sacarlo de allí. Lo tomó en sus brazos y con cuidado lo envolvió en la tela, levantándolo sin esfuerzo, yendo hacia la salida. El niño apenas podía ver por el agujero de la cabeza, viendo cómo todo lo que conocía pasaba a ser nada más que rojizo sobre negro. Oyó una voz carrasposa gritar desde afuera: era un hombre que sostenía en sus manos una botella con un pedazo de tela encendido en llamas. «¡Se pudrirán en el infierno, malditos curas!» gritó el hombre mientras arrojaba el proyectil, atravesando el vitral justo por el rostro del Divino Niño, impactando a su madre en la cabeza.
La botella explotó, lanzando al hijo y a la madre en direcciones diferentes. Aquel niño solo sintió un profundo dolor sobre su oído izquierdo, ardor y el cálido manar de la sangre que comenzó a empapar su trajecito de los domingos. Se detuvo un momento a mirar el cuerpo de su madre, que se encontraba bajo los suaves lengüetazos del fuego. No oía nada, solo la voz del padre, que descansaba sobre el púlpito con un agujero de bala en el pecho, de aquella mañana en la que le había preguntado sobre Dios. «Dios siempre te guardará, siempre y cuando te mantengas puro y confesado. Recuerda el salmo 23: El Señor es mi pastor, nada me faltará». Pero aquel día, Dios y la Iglesia lo habían abandonado.
—et filii
Montenegro Cabiedes había crecido de orfanato en orfanato, con sordera en el oído izquierdo, una cicatriz que lo deformaba y le recordaba aquel episodio de su infancia. Todo había cambiado desde aquella tarde en la iglesia: ya no era el pequeño niño alegre, sino que era un muchacho agreste e inexpresivo. Había generado una afición por las mariposas, que capturaba con delicadeza para examinarlas, comparándolas con el viejo libro de texto que estaba en la pobre biblioteca del pueblo. Con el pasar de los años, capturar y matar aquellos insectos era de lo más sencillo. El retorcer de las antenas y los últimos aleteos de aquellas criaturas lo llenaban de un cierto placer, como si estuviera atravesando la cabeza del cura que le había mentido y el hombre que había matado a su madre.
Un día, un investigador de la capital había arribado al pueblo, cruzándose con la brillante mente del joven Montenegro Cabiedes, quien había logrado mucho a pesar de la falta de información. Aquel hombre lo tomó bajo su ala y lo llevó a terminar sus estudios, gracias a los cuales se convirtió en un lepidopterólogo bastante reconocido y respetado por la comunidad científica. Siempre sintió como si algo le faltara, por lo que pasaba sus días con la nariz metida en libros. Así conoció a María, la asistente de biblioteca de la universidad, con quien de vez en cuando intercambiaba palabras. Ella, alegre y amable; él, siempre con el mismo tono suave y profundo que la forzaba a callar para poder oírle.
Un par de años pasaron y entre los dos surgió una relación que eventualmente se convirtió en matrimonio. María era feliz con Montenegro Cabiedes. Se mudaron a uno de los barrios más exclusivos de la ciudad y allí comenzaron a criar a Samara y Simón, mellizos que se parecían a su madre; sin embargo, él siempre estaba distante. Escasamente cruzaba palabra con sus hijos y esposa. Se encontraba obsesionado con volverse Dios, volverse aquello que lo había abandonado en su momento de mayor necesidad; pero antes necesitaba hacer algo pequeño, algo que no solo demostraría su poder, sino que aseguraría la protección de su familia.
Se volcó en sus libros de genética, buscando crear la especie perfecta de mariposa: una Princesa Roja que podría usar como aquellas plagas proféticas. Con cada experimento fallido buscaba más, buscaba ese algo que en algún momento le diera la respuesta a su problema. Comenzó a dejarse llevar. Su cabello corto y profundamente oscuro, caía en largos mechones canosos disparejos sobre sus hombros; su barba perfectamente afeitada era ahora un matojo negro jaspeado con tenues hilos de plata.
Cada noche al dormir veía las camas de sus hijos y su esposa envueltos por las mismas llamas y oía la maldita risa del hombre gritando «¡Se pudrirán en el infierno, malditos!». Esto hacía que se despertara envuelto en sudor frío y corriera al cuarto de sus hijos tras ver a su esposa dormir plácidamente a su lado. Abría la puerta con rapidez, pero siempre con el suficiente cuidado de no despertarlos. Siempre había odiado la devoción de María, y aquella noche cruzó la mirada con el cuadro del Divino Niño que reposaba sobre las cabeceras de sus hijos. Montenegro Cabiedes bajó la mirada y tomó una bocanada de aire; debía tranquilizarse, no podía despertarlos, pero debía protegerlos.
Se acercó a las camas y, besando las cabezas de Samara y Simón, les susurró al oído un ligero “los amo”, el primer y último que escucharían salir de sus labios, mientras descolgaba el cuadro con cuidado. Cerró la puerta y se encaminó hacia su estudio, encendió la luz, allí lo recibió su colección de mariposas, naturales y modificadas, y sosteniendo el cuadro del Divino Niño tomó una decisión. Tenía treinta y nueve años, pero parecía como si tuviera más de sesenta; había vivido más que su madre y no sabría en qué momento le llegaría su hora. El tiempo para volverse Dios se acababa y sus hijos no podían vivir más bajo las falsas pretensiones de un salvador inexistente.
Tomó uno de sus pines de disección y, con cuidado, tomó la pupa de sus experimentos genéticos, desconectándola de la rama sobre la que pendía. La puso delicadamente sobre el rostro del Cristo y con un golpe rápido, atravesó la crisálida y el cuadro, liberando una sustancia que empezó a quemar la imagen. «Este ya no es un mundo de rezos y limosnas, lo ha dejado de ser desde hace mucho», sentenció Montenegro Cabiedes antes de dejar el mancillado cuadro sobre su escritorio y salir corriendo de su casa para nunca volver.
Pasó muchas noches durmiendo en las calles, siempre cerca de alguna iglesia, analizando el patrón de gente que entraba y salía, las horas en las que estaba vacía y a las horas en las que regresaba el sacerdote.
De vez en cuando, veía su viejo rostro en los postes y las puertas de las iglesias a las que su esposa frecuentaba. Su reacción inmediata era tomar los papeles y usarlos para hacer mariposas de origami, siempre usando el cuadrado perfecto que era su foto, dejándolas al alba enfrente de las enormes puertas de caoba.
Aún podía entrar a su viejo laboratorio, donde continuaba su investigación en secreto, pero había algo más en él, algo que se sentía más allá de lo humano. Su mente comenzó a perderse, a irse de lo que fue y lo que pudo haber sido, pero la cicatriz le recordaba siempre su misión.
—et Spiritus Sancti
Aquel rayo de sol desapareció en conjunto con la Princesa Roja, y Montenegro Cabiedes salió de su trance. Habría de experimentar el fuego una última vez, una última vez por sus hijos y los hijos de sus hijos; usaría su miedo para cambiarlo todo, para por fin ser el Dios benevolente que le habían prometido en su infancia.
Caminó subiendo la leve pendiente de la colina del Jardín Botánico, llegando al punto más alto en el que podía ver la ciudad inesperada, la gente viviendo siempre bajo la ignorancia de lo que se había convertido aquella pústula maloliente que creía ciegamente en la protección de un omnipotente y las instituciones que decían cumplir la labor divina. Bajó la mirada hacia sus manos, que sostenían la última mariposa de papel que había hecho. Sobre sus alas descansaban los felices rostros de Samara y Simón; sonrió una última vez y esperó que la noche se asentara como el cemento en un molde.
La luna se encontraba en su cénit y la brillante luz de la ciudad se había mermado. Montenegro Cabiedes supo que el momento se aproximaba, que pronto su Dios caería y la protección verdadera aparecería: la del hombre cuidando a su prójimo.
—Estarán a salvo, mis niños.
Lanzó la mariposa al viento, que soplaba sus largos cabellos blancos con fuerza. Se inclinó e hizo lo que no había hecho desde su niñez: murmuró una pequeña plegaria que le había enseñado su madre, y antes de poder terminar la bendición, cientos de volutas de humo y fuego se alzaron entre la jungla de concreto.
—Amén
* Estudiante de Creación Literaria en la Universidad Central, con un diplomado en Escritura para Cine y Series de la Escuela Nacional de Cine. Dos de sus cuentos han sido publicados en la Revista PR y en la antología “Trascender”, de ITA Editorial. Actualmente escribe reseñas de películas en @hexagrama.50 en Instagram y adelanta una novela que mezcla ciencia ficción y fantasía.
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