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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Mann unten

Anónimo*


Morí el día en que mi llanto se escuchó por primera vez, el mismo día en que el sol estuvo tan cerca que nos sentimos en el cielo o en el infierno por el calor que nos golpeaba los rostros. Nací sin nombre y sin alas, mi peso era tan leve que el viento no se molestaba en arrastrarme por los aires, era tan insignificante para él que prefería dejarme en la tierra.Siempre estuve abajo, me gustaba que mis pies se hundieran en la tierra o en el pasto. No soñaba con volar, como cualquier infante, prefería tener que bajar miles de escaleras hasta llegar a un pozo o una fosa en donde ningún rayo de luz se postrara.

El sol, ese pequeño astro que alguien creó en el inmenso azul con el propósito de que estuviéramos agradecidos con él. Pues bien, yo quería ahogarlo, o bajarlo de aquel lienzo y esconderlo para que las plantas y cualquier ser viviente sintieran el frío y contemplaran la oscuridad en la que se sumergiría todo ser. Siempre intenté cavar tan profundo como la pala me lo permitiera, tenía ansias de ser topo, ese de nariz estrellada que no podía mirar al sol porque su resplandor lo repugnaba casi tanto como a mí. Toda mi vida he sabido que no soy creador, más bien soy aquel dispuesto a demoler todo aquello que ya han creado, borrar las nubes del cielo, bajar cada estrella, chocar cada planeta, quitar cada anillo y suspender el tiempo para que nadie recuerde lo efímero ni identifique lo duradero.


“¿Por qué has perdido la excitación?”, pregunta sin respuesta. Como las miles que me he hecho al cerrar los ojos mientras imagino un mundo más abajo de lo que ya estamos, en donde el calor es tan grande que nuestra piel se derrite al caminar entre las cenizas de lo que, estoy seguro, alguna vez fue pasto. Mi anhelo, quizás, no es la destrucción completa de todo aquello que creemos, más bien es el principio a un nuevo mártir que se marca al compás de una línea temporal, o quizás es la sensación de falta de peso o de vértigo para tocar el cielo, estrujarlo contra mi pecho y quemar los astros con mis dedos, desaparecer cada heliotropo de la tierra y danzar entre filas de eta acuáridas.


¿Cuántas veces se puede perder la misma cosa? Nunca he creído en la belleza de las féminas, de esas que vienen con todo amueblado, con manos de cristal y ojos cerrados. Siempre andan ignorando lo que se posa ante sus ojos, están destinadas a jamás ver ni saber lo que tienen; son seres que viven en la oscuridad, o tal vez estoy errando al pensar que están sumergidas en un pozo. Sus labios siempre están mudos y su lengua parece cortada, pues jamás hablan más allá de lo que hay en una capilla, o quizás yo no las he escuchado bien. Yo que he matado todas las lenguas no puedo entender la de ellas. Bien han dicho que todas las mujeres son acuario y yo siempre he sido tierra.


Hay que atar los cuerpos a las venas y alimentarlos con cempasúchiles, que no se escapen a criar gallinas como cuervos para luego comerlos. Que no se pierda la linda costumbre de enjaular pájaros y soltar árboles, esclavos de-mentes y libres de cuerpo; adornar las tumbas con cipreses y prometer salvaciones y llaves, como profetas que deletrean un libro en una lengua muerta con un acento parecido al olor del cognac; recitarle poemas de Huidobro a Dohko, caballero de la casa Tenbinkyu, poseedor de estrellas heterogéneas, cadenas de hierro que acribillan los pensamientos fugaces de los brutos.


El antaño que desviste páginas y besa arrugas de los no recordados, los que mueren en flores y se recuerdan anualmente por el alzheimer de la plenitud narrando lo que el viento dice.Palabras que jamás comprendí,no hablo zumbido. Ese pequeño sonido agudo que retumba entre oído y oído, el náufrago perdido en el naufragio de una estatua, en un jardín que vive del día al día, viendo la noche de noche en noche, entre palabreríos de un sendero lleno de guerreros abatidos que jamás llegaron a la encrucijada y que fueron asesinados a mitad del camino; las montañas tan oscuras y rojas, en llamas se ven por culpa de aquella serpiente,obligada a dividir el mundo en pétalos que se brindaran como ofrenda ante una lápida para un día de Halloween. La insignificancia del ser adula al creador y le da el poder de ser venerado por su opositor, ¡ÉL CUAL SOY YO!, el hijo de nadie y sin nombre, que ama la tierra en sus uñas y las araña tanto como a sí mismo; el creador de vanguardias y trasgresor de idiomas y lenguas, unificador de la lengua materna, el que nada sabe y todo lo observa. Desventaja para el idóneo e inepto hijo de un creador.


He sentido la envidia de los astros por tener un hermoso cuadro en blanco, quizás el más grande que mis ojos hayan visto. Nunca seré tan viejo para poder pintar en él, ni volaré tan alto para presenciar la textura de la pintura, ¿acaso fui besado por Belial? porque estoy desterrado del vértigo y del peso del desasosiego de ser. Si hay luna siempre, seré mar y estaré lejos de aquella ave que descansa en las nubes y se despide alzando su sombrero como todo caballero. Pasar doce casas, o incluso ser invitado al valhalla, no me es suficiente para estrechar la tierra y tocar el fondo para poder levitar por primera vez.


No he pensado en explorar lo que por tierra puedo ver, lo que en este suelo debe haber. Mis intereses no son fijos, mi destino tachado se encuentra entre el mástil de algún barco o en la parte más baja de una bóveda de un banco. Soy carroñero, por eso me apodaron “el buitre”, también porque poseía ojos saltones y mi nariz era tan afilada como el pico de un ave. Yo, que jamás descifraré el Aruaru de esa lengua extinta que solo nos dejó escrituras entre aia aia al en una piedra al estilo de Moisés. Atum, Zeus, Júpiter, Guan Yu o Altazor, no importa con qué nombre se le conozca al creador del astro en el que nos encontramos, al creador de las lenguas, siempre habrá un opositor que esté dispuesto a desechar sus pinturas y trasgredir sus métodos, y no basta con llegar al último circulo si aún no se ha levitado a lo UP. El ser sigue tan liviano de culpas, sin haberse manchado en la tierra las uñas, sin despedirse del último heliotropo y guardar en un bolsillo una semilla, o quizá la última gota de vida o de hidromiel de una copa, que no merece tocar nuestros labios enmudecidos como los de todas las estrellas de acuario destinadas a ser el primer elemento, y con eso el destructor de cualquier otro. Pero a mí, que soy tierra, siempre se me ha expiado de toda culpa, por haber sido besado o creado por la autosuficiencia del ser.


Vicente Huidobro- altazor o el viaje en paracaídas




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