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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Lucero

Autor: Sara Milena Cano Alcalá


Me dices, Lucero, que me tome el té antes de que se enfríe, antes de que sepa mal porque calientito es que el brebaje te relaja, te deja flotando con su esencia suave, su agradable mutismo. A mí me parece medio absurdo que vengamos a un restaurante árabe en horas de la cena para beber té negro con yerbabuena, pero tú sonríes con tus achinados ojos marrones y me siento tranquila. Nos miramos sin sonreír, con la sensación de encontrar algo nuevo en lo ya encontrado, como quien mira para reconocer, pero se pierde en lo conocido. Previamente habríamos recorrido las paredes del local pintadas con globos aerostáticos, los portavasos con figuras árabes cuyos nombres me cuesta pronunciar, el menú de una sola página donde está escrito el nombre de nuestro té. Miraríamos después la mesa de al lado, ocupada por un grupo de hombres que comen apresurados su cena y por una camarera que se sienta con ellos a conversar. Miraríamos, antes de comenzar de nuevo el recorrido, hacia el frente, encontrándonos.

En el fondo de la taza puedo ver un limón cortado y el sabor cambia abruptamente ante el reconocimiento. Se va haciendo más agrio y me voy sintiendo contenta porque no me gustan este tipo de bebidas, pero hoy logré disfrutar un té al que tú me invitaste. Dices que te gusta la música del local, que te parece relajante. Yo, que no había prestado atención, la escucho y pienso que, aunque no me agrada, es sorprendente que a ti sí, porque nunca te he escuchado poner algo parecido. Tu música siempre me pareció brusca, superficial, como tú. Me siento estúpida por menospreciarte.

Al día siguiente, al aire libre, conversamos de las montañas. Yo te digo que sí, que son muy bonitas, pero prefiero el océano, misterioso, inmenso, abrumador. No cambia tu expresión, tampoco dices nada, esperando a que te convenza, que diga algo interesante. Estoy frustrada. Te pregunto y respondes: no prefieres ninguno de los dos paisajes, ambos son magníficos, ninguno deleita menos la vista. Es casi como si te diera igual, cuando yo estaba convencida de que tus visitas frecuentes a las playas se debían a un gusto inigualable que, sin embargo, yo pretendía imitar. La simpleza en tu respuesta me desarma.

Me obsequiaste unos pendientes traslúcidos, pequeñísimos. Detenidos frente a un puesto callejero, esperaste a que yo escogiera. Cuando pregunté por el precio solo sacaste la billetera, entregaste el dinero sin objeción y seguiste con la caminata. Andando a tu lado, regresando a casa bajo las farolas amarillas, sentí una angustiante tranquilidad, la seguridad de que todo estaba bien y lo estaría. Y lo estuvo.

Me pregunto, entonces, qué es lo que intentaba demostrar frente a ti. Tu indiferencia, producto de una paciente aceptación, me ha herido. Esperaba ruido, esperaba protesta o reclamo. Pero, si me invitas a un té, no dices nada para entablar una conversación. Si estamos en un bar miras el televisor, emprendes conversación con la camarera u observas con apatía la pantalla de tu celular. El hechizo no existe, Lucero. Eres inalcanzable, Lucero. Mi voz te hace una pregunta y me ves por solo ese instante, aunque en realidad te estés mirando a ti mismo. Me cuentas tu pasado, me miras con un brillo extraño en los ojos y siento un secreto, pero culpable orgullo. Como sintiéndome útil por al menos ser capaz de corresponder aquella complicidad que esperas de tu hija, que es más una recepción sin protestas. Cuando terminas de contar la historia regresamos al silencio. Me pregunto, de nuevo, por qué no haces preguntas, por qué soy yo quien toma la iniciativa, por qué no intentas conocerme, por qué soy tan codiciosa...

Pides un sorbo de mi té, pero luego no comentas nada. Lo que encontramos mirando hacia el frente es la distancia. Creo que también puedes sentirla, pero que para ti el silencio no significa nada. Tu soledad siempre ha sido ajetreada, ruidosa. Quizá lo que tú necesitas, para sentirte cómodo a mi lado, es esa lejanía. Regresando a casa, nuestros hombros rozándose por accidente, reconozco que solo seguiremos siendo, a pesar del tiempo, desconocidos.

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