Autor: Ana Rubio.
De las cosas que me hacen doler más profundamente el corazón, aquella que recuerdo con mayor firmeza y constancia, aquella que aún ahora, cuando han pasado tantos años, me visita con la misma intensidad del primer momento, es el recuerdo pleno de la imagen de ella sobrepuesta contra el patio.
Solía salir en las tardes después de las 3:00, cuando el sol está bajo y tibio pero aún reluce, para detenerse en la contemplación de ese atardecer prematuro que tanta felicidad le brindaba. Salía vistiendo sus anchas camisas descoloridas y sus pantalones de casa, con el cabello descuidadamente recogido en lo alto de la cabeza y con las manos sucias, siempre manchadas de negro pegajoso.
Dedicaba tardes enteras, sentada bajo aquel sol suave y veraniego en una comunión silenciosa consigo misma, a esperar con tranquilidad imperturbable a que llegasen los pájaros. Contaba mi madre que hubo un tiempo en el que llegaban. Bajo aquel mismo árbol se detenían en las tardes a sembrar entre las castañas los bosquejos desparramados de su canto. Venían rápidos e impetuosos o serenos y profundos, con plumas iridiscentes y negras, con picos largos y afilados y con patitas robustas, aunque delicadas. Nana los llamaba y venían a ella en bandadas o con vuelos tímidos y solitarios. Ella los engordaba con semillas atrapadas en melaza y con frutitas de precioso olor. Les ofrecía agua fresca y adornaba las ramas del árbol con objetos brillantes que destellaban en naranjas y amarillos, acompañando al sol que descendía con una sinfonía en andante y andantino de luces y silencio.
A veces incluso, decía mi madre, la encontraban dormida en la madrugada, acariciando entre sueños sus volátiles alitas de negro tinta, privada de comida y cama por hallarse arrebatada en la contemplación de los milagros que la acompañaban y cuya canción conjuraba a voluntad. Se olvidaba de comer ella misma, se olvidaba de desenredarse el cabello enmarañado y lleno de pasto. Se olvidaba también de todos nosotros, de todos aquellos que vivíamos con ella pero sin ella. Se olvidaba que habitábamos aquel espacio que ella entendía como fuera del patio y, por lo tanto, fuera de sí. Pasaba semanas y semanas dedicada a su tarea hasta que dejaba ir al ave y regresaba a la casa, sonriente pero agotada, a preguntarnos a todos si seguíamos comiendo a la misma hora y si aquella mesa había estado siempre ubicada en aquel lugar.
Luego, un día cualquiera, con el mismo sol y el mismo aroma agradable a verde húmedo en el aire, empezaron a notar, poco a poco, como despertando de una siesta, que el patio estaba en silencio. Salieron a buscar los pájaros y la encontraron sentada, recogiendo ramitas en soledad.
Día tras día regresaba a aquel patio suyo, con las manos limpias y suaves por el desuso, a fabricar niditos que ningún huevo habitaría nunca. Y recogía las semillas. Y preparaba la melaza. Y endulzaba el agua con cubitos de azúcar, pero los nidos permanecían vacíos. Y de repente los destellos de naranja y amarillo comenzaron a parecernos presuntuosos. Yo la recuerdo así, sentada observando, sentada llamando, con el rostro sereno y los ojos cubiertos de leche, oteando en lo profundo el recuerdo de aquellos cantos que durante tantos años supo evocar sin tregua.
Si la encontrábamos dormida, la despertábamos y la llevábamos adentro porque su sueño incómodo carecía de sentido ya. Madre la tomaba con paciencia y la regresaba al interior de la casa, al exterior de sí, la sentaba en una mecedora en la sala y le cubría esas manos limpias con mitones, con los que no puedes fabricar nidos ni colgar objetos brillantes que hagan danzar las estrellas. Entonces me sentaba en el suelo a su lado y le preguntaba por los pájaros de otros años. Ella me hablaba con su voz dudosa pero altisonante, comenzando por aquel ave pequeñita de plumaje verde esmeralda que le dedicó a su primer amor, y luego saltando a aquella en la que lidió a su propia madre, pasando por la que cantaba acerca de la crianza de sus hijos y la que piaba quedito sobre aquel día en que por primera vez se sintió mujer. Pasaba de una a otra de las anécdotas sin que hubiera pausas ni avisos y yo, feliz en tanto que ignorante, me entretenía escuchando su perorata que arrullaba mis noches de sueños inquietos, esas en las que la oía sollozar en la habitación contigua.
El día que me levanté de la cama para ir a preguntarle por qué lloraba, olvidó mi nombre y luego olvidó el motivo por el que lloraba y lloró un poco más. A la mañana siguiente de eso también se había olvidado.
Y aun entonces seguía saliendo todas las tardes a las 3:00 a colgar pedacitos de vidrios en las ramas, a preparar jaulas eternamente vacías, a mezclar las semillas con la melaza, a pesar de que todos los comederos seguían llenos pero inmaculados porque no había nada que se alimentara de ellos. Porque la melaza de tantos años pasados había taponado las entradas. Nana comenzó a silbar ella misma puesto que extrañaba el canto que la había acompañado antes, silbaba mientras enmendaba los nidos viejos pues ya no había ramas suficientes para fabricar nuevos. Empezó, luego, a buscar entre la grama las viejas plumas de sus antiguas aves y a coleccionarlas entre los bolsillos rotos de sus pantalones de no salir.
Ya luego descubrí que había olvidado incluso que eran pájaros lo que estaba esperando. La vi aquella última vez, sentada en el patio, con el cabello suelto, con los ojos blancos y relucientes, como los objetos colgados que ya no brillaban por estar cubiertos de años, creyendo mirar al horizonte. Aunque le daba la espalda al sol sin notarlo. Consentía en sus manos suaves como el algodón, ya no manchadas de negro sino de tiempo, una hojita aterciopelada de su árbol vacío. Tarareaba en lo profundo de la garganta la melodía trastocada y maltrecha de su sinfonía ya en lento moderatto.
Con cariño la tomé de las manos y la giré para que encarara su atardecer precioso y ella se volteó de nuevo. Me dijo que quería entibiarse la espalda y nunca me dijo nada más. Así la dejé. Envuelta en el silencio de sí misma. Saboreando el recuerdo de la melaza de entonces. Olvidando a los pájaros que alguna vez conjuró. Olvidándome a mí, que la conjuro a ella en el amanecer de mi propio olvido.
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