Autor: Óscar David Buitrago López*
Ahora, aquí, sentado sobre la cama, recibo de regreso el humo azulado que acabo de expulsar. Al frente, la ventana abierta y, más allá, las montañas. Sobre mi cuerpo siento el polvo que el viento ha recogido del otro lado del mar. Me sacudo por instinto como un perro, temo por la suciedad que me cubre lenta, implacable. Aún no quiero, aún no tengo la fuerza de esperar lleno de paciencia por la arena del tiempo, por la supervivencia temporal de la memoria fragmentada de mí en las mentes que alguna vez me conocieron. Me resisto a que conmigo se vayan las risas, el amor, las canciones que me cantabas.
Pienso en la ceniza que eres y en la que un día seré. Pienso en ti, tan distinta a mí cuando decías a mi madre: «Mamita, pero mire como cae el agua por la pared», y señalabas la pared seca, sin agua. Me aferro a este recuerdo, lucho contra la quietud y busco el movimiento que caía por el muro que imaginabas.
No veo más las montañas verdes que han ascendido a las nubes. He sido dejado en esta tierra y no tengo más refugio que la memoria. La lluvia empieza a caer de las montañas y el polvo apenas sobrevive como olor antes de ser arrastrado por un flujo de agua sucia.
Todas las noches quiero soñar; pero en esa noche, en la de los sueños, no estás. Tomo el collar con la flor en el ámbar, lo beso y te conjuro; te invoco con todas las fuerzas y fallo. Cómo va a servir esta flor si la compré para alguien más. No pensé en ti cuando caminaba por los puestos de los artesanos y la vi: rosada, adornada de otras dos más pequeñas y amarillas, sumergidas todas en ese color de fotografía antigua. La sostuve después de pagarla y la contemplé; sentía que en mis manos se había materializado un recuerdo que no era mío ni de ninguna otra persona, anterior a las calles que recorriste con mi madre en brazos y a las casas que habitaste, nacido de un mundo salvaje en el que las flores se desprendieron para caer en una tierra fecunda, nacer, crecer y dar más flores; sin embargo, fueron atrapadas en el aire y arrojadas al ámbar que las inmortalizó más allá de lo que la vida hubiera podido.
Esa misma tarde, después de comprar el collar, se lo llevé a ella. Se lo entregué sin dejar de mirarla, esperaba ver sus ojos brillantes de emoción por reconocer lo que yo vi. Ella lo recibió y su rostro se apagó de decepción. No le di tiempo a fingir, lo tomé de regreso y le dije que era muy grande para ser un collar, que me lo quedaría y que después le daría algo más. Se sintió aliviada, lo sé. Por el contrario, tú, cuando enfermaste y fui a verte y te llevé el collar, lo acercabas y lo alejabas, lo veías a través de la luz de la lámpara y sonreías. Lo guardaste como si lo hubiera comprado para ti. No sabía yo que empeorarías y los médicos te quitarían la flor en el ámbar para dársela a mi madre y ella después a mí, el día de tu muerte. Tampoco imaginaba yo que en ese pueblo que elegiste como hogar para tu estirpe, escasearían las flores para los muertos y no habría más que la del collar.
El ataúd, tu ataúd, permaneció solitario en la habitación del fondo de la funeraria. Un andamio metálico que a tantos otros muertos alejó del frío del suelo engrandecía el espacio y volvía más insoportable la ausencia de las flores sobre las baldosas marrones que ñreflejaban como un espejo de tierra a la madera vino tinto que te contenía, y al techo blanco que yo esperaba nos aplastara. Durante algunas horas mantuve la mirada fija en las baldosas, en el lugar que deberían ocupar las flores. No quería ver a la gente con sus ojos angustiados en busca de consuelo; los veía a todos del color del pantano, con los rostros sumergidos en el espejo de baldosas del que ascendían las lágrimas para explotar como gotas de lluvia a mis pies. Una única vez levanté la mirada al hombre que irrumpió sin decir nada, metro en mano, a tomar las medidas de tu ataúd. Alargaba la cinta metálica y rectificaba, lo hacía con tanta paciencia que me desesperé y volví al reflejo en las baldosas para enviarle todo mi odio a esa sombra de vivo que parecía olvidado del dolor de la muerte.
El desfile de dolientes en la funeraria cesó. Tu última misa, anunciada por esas campanadas tan lentas y profundas que se quedaban en el aire aún después de retumbar en el pecho de todos, llamaba por tu cuerpo. Todo en ese espacio que tanto amaste: los rostros de las figuras, el dolor y la sangre del cristo crucificado, las bancas, las personas, la hostia y el vino; todo, todos esperaban por ti.
Yo siempre estuve atrás; no fui capaz de cargar tu féretro ni de acompañarte en las oraciones que el cura recitó. Me puse las gafas de sol y lloré sin hacer ruido, dejé correr las lágrimas bajo los lentes que me protegían de la luz de la iglesia y después, camino al cementerio, de la luz de ese sol que alumbraba débil, sometido a las nubes grises.
Me quedé atrás otra vez. Mientras caminaba despacio, sin fuerzas entre los cuerpos, tú eras recibida en la entrada al cementerio por la escultura del ángel que tocaba la trompeta al cielo y guardaba las alas en su espalda para pisar descalzo la tierra. No alcancé a ver como tu ataúd era confinado y abrazado por la oscuridad. Llegué en el momento en que la gente salía y el sepulturero marcaba tu nombre con la yema de los dedos sobre el cemento fresco. Me senté y observé la fecha. Saqué tu collar del bolsillo del pantalón y lo colgué en mi cuello. Los árboles en el cementerio estaban llenos de aves. En la base de tu bóveda las hormigas cargaban hojas y las llevaban en fila a algún lugar entre las cruces. Las moscas volaban como enjambre frente al fluido que brotaba bajo el nombre seco de otra tumba.
Aquí, ahora; en mi habitación; después de tanto tiempo, aún llevo tu collar y te veo en el ámbar de mi memoria mientras la lluvia pasa y las montañas vuelven a descender.
* Soy ingeniero ambiental y tengo 28 años. He escrito un par de cuentos y una novela corta que no han sido publicados. Actualmente, estoy escribiendo una novela sobre mi infancia, la cual viví en una ruralidad enmarcada por los horrores del conflicto armado. Tengo otras dos novelas iniciadas: una sobre las noches salvajes que viví en Bogotá y que hoy creo recordar siempre acompañadas por "Gimme Shelter" de The Rolling Stones, y la otra ficcionando mi experiencia de trabajo al vivir con una familia Wayúu en la alta Guajira. Este año voy a comenzar una maestría en didáctica de la matemática.
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