Autora: Beatriz Villegas Ortega*
Soy parte de la fachada de la estructura del edificio. Mi cuerpo de hormigón, pintado de amarillo y de algo más de un metro, resalta en la cúspide; estoy cubierta por aluminio blanco y siempre recibo el sol del poniente. Desde mi altura, domino la vista del parque infantil; debajo de mí están los columpios, aquellos solitarios en los inviernos y cadenciosos –diría que felices– en las tardes de verano cuando los niños van a corretear entre sus cadenas mientras las sirvientas chismosean ajenas al alboroto.
Todos los viernes una empleada limpia mi superficie; ella retira las cagarrutas de los pájaros que se mezclan con las semillas y los trozos de vegetales que también trajeron en sus picos durante la pausa de su vuelo. Algunas veces dejan las plumas de su muda, aquellas que luego ondean en el viento, arrastradas hacia el parque, abajo, con gracia y levedad.
El gato de la niña Emilia en las tardes trepa sobre mí y ronronea, me araña suave mientras lame su cuerpo. Sus pelos dorados se pegan en mis bordes y, como fragmentos de oro, oscilan en mis esquinas. El gato salta a la otra cornisa, no vacila ante el peligro. Él brinca con certeza, es posible que no haya gastado ninguna vida hasta ahora. Intenta atrapar los pájaros más jóvenes que están aprendiendo a volar y los asusta con sus garras extendidas, los polluelos se ven sorprendidos y se lanzan al vacío con una precocidad que resulta ser exitosa.
La niña es la dueña del cuarto que custodio, quien se ha asomado al mundo recostada sobre mí muchas veces. Antes llamaba a los chicos que jugaban en el parque, mientras pensaba que abajo el escenario era inalcanzable. Creció rápido durante los primeros años, a excepción de sus manos regordetas y dedos cortos. Paró de crecer un día; no ha logrado sobrepasar el nivel de su cintura en mi reborde. Cada vez llora más y sus lágrimas me mojan. Ella prácticamente no sale. Los amigos ahora se encuentran en el parque para acariciarse entre los arbustos mientras se cuidan de no ser vistos. Emilia ya no canta como antes, su voz se ha tornado ronca y difusa. A veces pasa semanas enteras en las que solo abre mis postigos para que el gato tome el sol, lo acaricia con manos intranquilas y pasea por el pelaje los dedos redondos con ansiedad contenida. El animal parece leerla y salta a un lado, desde allí se gira malicioso en su huida. Emilia deja su cuarto por muchos meses, todo lo demás parece seguir en la rutina normal: el sol de la tarde, el gato, las aves y los gritos de los chicos abajo. Extraño sus brazos apoyados y hasta tengo nostalgia por las lágrimas saladas y pequeñas en sus tardes de tristeza.
Cuando se enciende la luz del cuarto, la pequeña vuelve con una cara vieja y adolorida. Trepa sobre una silla y se sienta sobre la cornisa mientras sus piernas cortas se bambolean al aire. En una operación calculada se devuelve al cuarto y cierra los cristales con estruendo. Esa maniobra de pender sobre el vacío se repite varias veces y siento cómo las manos sudorosas me impregnan su humedad. El gato parece asustado y no salta en lo que ella permanece allí. Hay una desconfianza en sus ojos amarillos y la niña no lo toca en esos momentos de enajenación. Ella mira hacia el horizonte y después de un rato resuelve devolverse sobre la silla que ha dejado en espera.
Hoy Emilia está distinta: canta y bromea con el gato, le hace mimos a una tórtola que recién dejó unas briznas de hierba sobre el alféizar, y viste un traje de flores y una pulsera que tintinea como una campana minúscula. Corre la silla y se sienta en el borde con una fuerza inusitada, sus manos heladas se apoyan sobre el aluminio. El sol de la tarde brilla y, sin mediar ningún gesto, la pequeña salta al vacío. No es una pluma ni un pájaro. Su cuerpo rollizo cae pesado sobre la arena del parque mientras el gato abre los ojos y maúlla.
Otorrinolarigóloga. Cuentos suyos han sido publicados en las revistas Agenda cultural Universidad de Antioquia, Universidad de Antioquia, "Asmedas y Odradek", el cuento; en Antología comentada del cuento Antioqueño (de Mario Escobar Velásquez), Historia de mi barrio (Alcaldía de Medellín), Autores antioqueños (IDEA) y Líneas cruzadas (Hilo de plata editores). Ganadora del concurso Palabras por la paz, en la modalidad de cuento (Asmedas y Asdean). Asistente al taller “Viajeros” con el profesor Pablo Montoya, en otra parte.
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