Autor: Maurizio Binda Saffon*
Un temblor de manos pone fin al año y a tanto de sanación y crecimiento limitado por un cuerpo compuesto por infinitos y pequeñísimos enlaces químicos. No soy más que una bolsa de plástico carbonado pensando que puede existir más allá de lo tallado en la piedra genética: sobrevive hasta que puedas reproducirte, reprodúcete cuanto puedas y sigue haciéndolo hasta que no puedas hacerlo más. Fin de la historia.
Todo es un poco más complicado ahora. Hay más pasos para llegar al mismo fin. No sé si eso es bueno o malo.
Sigue el temblor. Un descenso en la temperatura del área me dice que el miedo está empezando a tomar puntos de apoyo estratégicos y primitivos. El instinto primordial de pelear o huir no debe tardar en llegar. Capaz un poco de movimiento puede darme el calor tan necesario para que todo ser similar pueda seguir cumpliendo con sus funciones biológicas con comodidad.
Resulta y acontece que sí, funciona. A medias, pero funciona. El miedo empieza a disiparse en forma de sudor. Las decenas de miles de hilos entrelazados sobre mi piel empiezan a empaparse.
Interrumpo la línea de visión de más de un individuo. Sus ojos denotan curiosidad, desinterés, expectativa, cansancio, aburrimiento, fastidio, emoción, nerviosismo y otras miles de emociones en interfase. Qué curiosa cualidad, aquella de ser cual camaleón en infinitas fases de colores diferentes expresados de manera simultánea. Muchos ni siquiera caen en la cuenta de que esto es posible, o de que ocurre a cada momento.
El peso de la memoria me está causando problemas para respirar. Viene corta, interrumpida. ¿Será que sedimentó en mis vías aéreas? Sinceramente espero que no. Sería vergonzoso atragantarse con sucesos que ahora solo existen como impulsos eléctricos traducidos a una verdad que aceptamos como experiencia compartida.
Paso adelante. Paso atrás. Mira alrededor. Mira abajo. Mira a la derecha. Izquierda. Cruza ambas manos. Apoya la espalda. Relaja tu peso sobre las piernas. Lubrica tus ojos. Deja de mirar la hora. Deja de tocarte el cabello. Deja de acomodarte las cejas. Deja de olvidarte de respirar. Deja de olvidarte de respirar. Deja de olvidarte de respirar.
¿Y ahora qué?
Sigue esperando.
Repite.
Segundos ansiosos no valen cuatro momentos de atención. Detestables cosas. Pasan como el musgo crece.
—Buenos días para todos — dice la profesora, abriendo el aula. Bien pudo haberse muerto el universo y haber sido enterrado en su fría tumba en el tiempo que pasó antes de que llegara.
Vuelvo en mí. Mis manos me tiemblan. La memoria, la expectativa, los deseos reprimidos, las ganas de querer demostrar qué es lo que valgo y para quién es válido este valor llevan a ese levísimo movimiento.
Mis piernas siguen funcionando. Todo mi ser, excepto la parte que alberga la esencia de lo que soy, me dice que necesito pasar la puerta para poder empezar la siguiente etapa en este trasegar prestado que me atrevo a llamar vida.
Supongo que esto es bueno.
¿Verdad?
Maurizio Binda Saffon es un estudiante de estudios literarios de la Universidad Pontificia Bolivariana. Cuando no está pensando en videojuegos, está pensando en cómo defenderlos como literatura, en maneras de conciliar su trasfondo en ingeniería con las artes o en formas de deificar a sus jugadores en su campaña de Calabozos y Dragones.
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