Autor: David Ossaba Salazar*
Lo veía impaciente, algo acelerado, estallado, con las manos cruzadas, moviendo los dedos y agitando de lado a lado el ramo de flores que llevaba. Seguramente vería a una mujer, pero su ansiedad no parecía causada por el encuentro con una pelada. Movía los pies como esperando a que el ascensor se detuviera y abriera las puertas para salir corriendo. Era la segunda vez que lo veía en mi espacio, en este viejo ascensor manual del gran Hotel Nutibara, pero en la primera su rostro me había pasado desapercibido. Si embargo, por la intranquilidad de sus acciones, toda mi atención había caído sobre él.
Creí que era de la ciudad, pero lo había escuchado muy poco como para determinar un acento, solo dos “Buenas tardes” y un “Hasta luego”. Su aspecto era ordinario, no destacaría caminando por Carabobo ni por Parque Berrío, tenía la estatura promedio de un colombiano, quizás un poco más alto, piel mestiza, y unos ojos sólidos. Debe ser de oriente o de algún lugar alto, pues en sus cachetes corría el mal de montaña. Quizás bogotano o boyacense, pero ¿qué podría tener un capitalino que cautivase a una mujer paisa?
Muchos dicen que la labor de un lift o ascensorista, o “el del ascensor”, está mandada a recoger. Porque del norte llegaron noticias de ascensores automáticos que no usan palancas. Pero son pocos los que entienden mi arte. Pero son pocos los que entienden que mi arte es más que mover palancas, presionar botones, abrir puertas y subir y bajar pisos; también está la función psicológica que puede prestar un lift a un residente. A diferencia de un cantinero o un taxista, con quienes muchas veces las personas de desahogan de sus males, es en los espacios cerrados, cuando el ser humano se siente más vulnerable, y es en ese preciso momento cuando cualquier persona, independiente de su estatura u ocupación, se sincera ante mí. Por mi parte, pocas veces respondo. A veces solo se necesita tirar palabras al aire y saber que alguien te escucha. He tenido muchos huéspedes que han admirado mi trabajo silencioso, sean presidentes, compositores de prestigio internacional o importantes empresarios. Incluso hay quienes hacen más de un viajesólo por el simple hecho de que alguien escuche sus penas y sienta compasión por ellos.
Con el tiempo he logrado identificar cuándo las personas tienen secretos guardados, de esos que pesan, y sienten la imperativa necesidad de deshacerse de ellos al contárselos a otro, volviéndolo responsable de su agonía. Con este señor, era más que evidente, pero se resistía a contarlo y eso solo incrementó mi intriga. Ya habíamos bajado varios pisos, faltaban solo dos, y a pesar de que su ansiedad aumentaba con el bajar de los pisos, permanecía en silencio. Por un momento llegué a pensar que era mudo, pero recordé sus saludos y la despedida. El ascensor se había detenido. Lo miré con un gesto amable y me dispuse a abrir la puerta de seguridad, intentando ocultar mi fascinación por su silencio. Una vez abierta la puerta, tenía la oportunidad de escapar, hice una reverencia forzada y le dije “Hasta luego, señor, que tenga un buen día”, manteniendo el profesionalismo. Él solo respondió con un seco “Hasta luego”, como si su repertorio de palabras se limitara solo a cuatro. Me había resignado, ya comenzaba a asimilar que pasaría noches enteras intentando dar con la explicación de su comportamiento. Pero justo entre el límite de la salida del ascensor y el lobby, se detuvo, recostó el brazo derecho contra la esquina de la puerta y permaneció así unos diez segundos. Quedé anonadado, esperando su reacción, pero después de un momento se irguió y, sin dirigirme la mirada, me dijo: “Puedo fingir que amo, y puedo fingirlo bien, tanto que hasta yo mismo creo que lo estoy haciendo”. Sin nada más que decir, salió por completo del ascensor y del hotel. Fue la última vez que vi a ese hombre en vida, porque después, lo encontré por los callejones de varios sueños. Su presencia y sus palabras me atormentaron por mucho tiempo. Pensé verlo varias veces en los rostros de otra gente, y cualquier ramo de flores era un vínculo directo hacia él. La intriga siguió hasta que un día lo reconocí en un periódico viejo, con la misma fecha de esa última vez que lo vi. Había saltado del quinto piso de un edificio cercano, cayendo en el capot de un carro. A pesar de que en la foto que le habían tomado lo rodeaba un manto de sangre para vender y atraer el morbo del pueblo, su cuerpo permanecía intacto. Quizás fue protegido por los dioses como Héctor, pensé, para que su figura permaneciera inmaculada. Posaba igual que esa última vez, con las manos cruzadas y llevando el ramo de flores pegado a sus manos.
*David Ossaba Salazar: 15 de julio del 2000, Medellín, Antioquia. Estudiante de Estudios Literarios en la UPB, con énfasis en Creación, Medios y Edición.
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