Autor: Sebastián Castro Zapata*
La ciudad cerró. Él sabía que anochecía porque las sombras de la montaña se convertían en tropeles de luces amarillas. Aquella tarde no encontró palabras para ninguna de sus angustias, sentía un corte en el estómago cada vez que pasaba el tranvía; sus campanadas parecían las punzadas de una afilada cuchilla. Ayacucho ya no era suyo, ni de Santiago, ni de ninguno de ellos. Deseaba tirarse al río, fluir por el mismo caudal por el que lo hacen los pedazos de gente, los colchones, los microondas, los desechos de esta ciudad impregnada por el plomo. Lo deseaba, pero él solo era un imbécil, un cobarde.
Su madre le había cuestionado la decisión de irse a vivir al centro. Según ella, no estaba preparado, nadie lo está para las certezas. En aquellas calles nada vuelve a ser igual, incluso en tiempos apocalípticos. Él se descuidó, dejó de afeitarse, de comer, de bailar, de leer... El único hábito que se mantuvo intacto fue el duchazo con agua fría de las cinco y media de la tarde, hora en que las nubes se tiñen de naranja, instante en que la ciudad busca purificarse con un ruidoso amarillo.
Casi siempre lograba burlarse del tedio que produce un cosquilleo por el cuerpo después de que la piel trató de ser una sola con el pasar del agua fría. Esa tarde se vio derrotado, maldijo los boleros a todo taco del vecino y fue cerrando los ojos como si sus pestañas fuesen olas del mar chocando con una suave orilla. En el lienzo negro, en la frontera de la conciencia, notó unos destellos de colores como si su vida fuese a ser grabada por el lente de una cámara analógica.
Soñó cuando ya se creía muerto…
¿Desde cuándo la Avenida La Playa desemboca en el mar? Los vendedores de chontaduro clavan sus carritos en la arena; puedo verles los pies mientras Santiago me lleva calle abajo. Todo huele a sal. Un señor desde una esquina nos grita maricas, ¿o habrá dicho mariscos?
–Alguien movió el Coltejer—, le digo a Santiago con angustia. Él, sin expresar nada, me empuja a unapolisombra.
Todo se hace negro y siento como las puntas de la tela raspan mi piel. Después de unos instantes vuelven los colores y me ahogo en un verde flameante, verde polisombra. Al parecer el Coltejer nunca se movió y ahora un ciempiés camina por mi hombro. Busco a Santiago, pero solo encuentro sombras disolviéndose en la brisa. El bicho va bajando hacia mi torso, trato de aplastarlo con mi puño, pero una luz me enceguece y aparece un hombre desnudo, otro Sebastián que, ahora, me mira fijamente. ¿Santiago estará moviendo el Coltejer? Quizá está en la orilla de la avenida comiéndose un chontaduro. ¿Debo ser yo quién lo deba mover? La mirada fija de mi tocayo me aquieta.
Hay edificios que, por más fe que se tenga, no se pueden mover…
Despertó sin camisa en medio de su sala. No sabe cómo llegó ahí. Su pecho estaba pegajoso, sus vellos le molestaban, la garganta le ardía como si hubiese fumado toda una vida. Trato de recuperarse de letargo, prestándole atención al rugido del bus de Boston que, ya caída la noche, transporta a los trasnochados y a uno que otro espíritu perdido. Quería gritar, pero no encontró las fuerzas necesarias. Quería tirarse al río, pero recordó que era un cobarde. Quería llamar a Santiago. Quería hacerlo todo. Ignoraba su resignación, la valentía que lo hizo quedarse para siempre en la ciudad que hizo a su amado volar.
*Sebastián Castro Zapata (Envigado, Colombia; 2000). Escritor y, a veces, poeta. Estudiante de psicología de la Universidad Pontificia Bolivariana. En 2020, ganador de una mención de honor en el concurso "Echate un cuento" del periodico local Qhubo y participante el XV Festival Internacional Palabra en el mundo de la Casa Triade. Le gusta escuchar y el lulo con maracuyá.
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