Autor: Esteban Domínguez Roldán
La costumbre era reunirnos con el fin de cortar la tela acumulada, la de los días en que el camello no permitía que un número incontable de cervezas pasaran por nuestras manos. Y le digo camello por tirármelas de inclusivo, equitativo y hasta tierno con nosotros tres porque hablar de trabajo era como hablar del reino de los cielos, o de mi exnovia y su nueva novia; o de los pedazos de vidrio roto que le regalaba al hijo de la dueña de la tienda, con los cuentos de las energías; o de las polas gratineadas que me daba él, una vez su mamá dejaba de atender el chuzo, dejándolo a su responsabilidad pasada la medianoche. En todo caso, el trabajo para nosotros era tan vergonzoso como incierto; por eso, la primera regla era bendecir al camello de todos los días, por más informal que fuera, y la segunda era respetar el camello del otro.
La informalidad llevó a Silvana a cocinar y ofrecer su propia carta de especialidades gastronómicas. “¿Y el restaurante?”, le preguntaban constantemente. “De eso no hay, mor” respondía ella, seguido de las modalidades de pago que ella manejaba: “efectivo, transferencia o credinalga, ahí me dice usted cual le queda más fácil”. A la gente le gustaba su carisma y rara vez le sacaban el cuerpo para no comprarle. Pero Silvana no venía a l telar para hablar de sus recetas ni de sus ventas, su tema era su clientela y los chismes que se desayunaba a cuenta de ésta. Yo, por el contrario, recibía chismes entre el algo y la comida. Salía a vender mis vidrios y cuarzos falsos –los únicos reales eran los que mantenía puestos– por las calles de Medallo –El Poblado, Boston, Ciudad del Río o Robledo–. Realmente mi mercado no tenía un punto en específico, me transportaba por varios barrios si la necesidad así me lo exigía.
Y por la misma necesidad Verónica decidió buscar marido. Se casó con Mauricio, quien llevaba atendiendo ya por diez años su propia ferretería. El arriendo de la casa corría por cuenta de él y Verónica prefirió hacer rappifavores a tener que laborar para su propio esposo. Ella siempre encontraba el tiempo para vernos y tomar un par de polas. Las veces en las que solo los dos parchábamos, ella me daba ideas para que mis técnicas de mercadeo fueran más convincentes. Para esto, ambos nos basábamos en su filosofía de “o lo cogen a uno de güeva o coge de güeva a los demás”. Inventamos atributos para los cuarzos y que, dependiendo del precio, la eficacia y el nivel de energía con la que estos actuaban era diferente: el negro para la economía, pero conmigo tiene que invertir treinta mil pesos; el morado para la prosperidad, y solo después de cien lukas se va a hacer real el rosado para el amor, pero primero deme un beso y después los cincuenta mil que me queda debiendo; y así le inventamos también para los demás colores que manejaba.
A Silvana no le gustaba que engatusara a la gente, prefería que vendiera honradamente, pero a la vez sabía que no me podía dar ese lujo. Le repetía la frase filosófica de Verónica y ella siempre contestaba “entonces cójalos de las güevas”. Con Verónica me inventé un catálogo con los cuarzos; con Silvana hicimos uno basado en culos y el billete de estos. De ese camello me ocupaba a la hora del desayuno y a veces en el alguito de medianoche. Si bien terminar de cama en cama no es lo mismo a poner de culebrero con vidrios e imitaciones de cuarzos, tenía también catálogo de virtudes, organizado por colores para estos negocios: verde, yo con su esposa; gris, espóseme a la cama; lila, eres mi sumisa; amarillo, venga le lluevo; rojo, como chiquito jugamos; blanco, de mi leche para el café…
Y de esta forma era como yo contribuía a la tienda de telas. La tela que me cortaban era el número de personas que estafé, o la cantidad de culiadas pagadas. Verónica tenía algún tipo de rappiaventura todos los días; a veces aprovechaba y, dependiendo del favor, o se comía parte del servicio o se quedaba con algún objeto o devuelta. La tela que Silvana cortaba era pura hebra de chismes de la cuadra, pero prendidos en polas terminábamos hablando mierda y anunciando el amor y la risa que sentíamos por el otro.
–Mor, ¿qué hora es?
–¿Pa’ qué pregunta si no nos vamos a ir? –le respondía Verónica a Silvana.
–Las doce y algo –respondía yo, recibiendo la pola gratis.
–Ah bueno, deme garro entonces –me decía estirando la mano.
Cuando no le daba, le tiraba un cuarzo rosado. Silvana lo miraba, luego me miraba y, estirando la boca como si estuviera señalando algo, me decía “ni por el putas, mi gordo”. Yo le respondía, contándole todas las virtudes del cuarzo rosa y del color blanco y, para callarme, ella se paraba, compraba otra pola y me pegaba a la botella para que dejara de cortar tela, porque no me dejaba tratarla como cliente. Verónica se nos quedaba viendo y, en ocasiones, ella le ayudaba a Silvana empujándome la botella a la boca para así tomármela de una sentada. Esta noche las cosas no fueron diferentes, cada uno habló de su día y de las cosas que alguno en la mesa aun no sabía. Nos dio la madrugada y, entre tiradera de caja, ambas se levantaron y se fueron para sus casas. Yo llamé a un cliente y, de cuarzo en cuarzo, pasé de trasnochar en nuestra tienda de telas a quedarme dormido en las telas de una pareja de turistas ingleses.
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