Autor: Juan José Yath Granados*
Había un grave problema con las moscas en la casa, pequeños grupos comenzaron a llegar al mes de mudarnos. Era una invasión sutil y con los días se veían por montones atravesando por delante de nuestros ojos. No eran del tipo que picaban, pero nos estorbaban en nuestras ocupaciones por tantas que aterrizaban sobre nuestros cuerpos.
Cadenas de esos bichos colgaban de los atrapamoscas que pusimos en cada una de las habitaciones, sin embargo, luego de una semana, muy pocas se dejaban engañar. Hicimos luego una fumigada por toda la casa, pero seguían resistiendo, así que una vecina de mayor edad se ofreció a implementar recetas tradicionales para ahuyentarlas. Probó varias y hasta logró reducir por un tiempo el número de ocupantes. Aun así, como las anteriores, no se rendían y venían nuevos engendros a asentarse.
No importaba las cantidades en las que morían, el número de moscas merodeando por el lugar no disminuía,era como si al morir un grupo llegara otro con igual cantidad de moscas reemplazándolas, para recordarnos que siempre íbamos a verlas en el hogar.
Según la propietaria del piso, no era extraño que en algunas temporadas apareciesen moscas en el edificio, pero podían ahuyentarlas con unas pasadas con el insecticida. Es por eso que se sorprendió cuando vio la escala de la problemática, ningún inquilino había lidiado con una cuestión así en la casa. Fue ella la que nos colaboró contratando servicios de fumigación, incluso llamó a expertos en plagas para que revisaran la casa buscando el origen de su atracción. Inspeccionaron toda la zona sin encontrar nada lógico que concluir.
Una tarde, mi esposo fue despertado de su siesta por un enjambre de moscas que escrudiñaba sobre su barriga y cabeza. Se inquietó al ver la nube de ellas que escapaban, cuando unas cuatro se amontonaron a la entrada de sus fosas nasales y lo despertaron de un estornudo. Me comentó que era mejor rendirnos y mudarnos; sin duda yo estaba dispuesta, pero todavía llevábamos pocos meses desde que llegamos a ésta nueva casa. No estábamos en condición de organizar una mudanza apurada.
Tal molestia nos hacía pasar muchas horas en la calle, era difícil preparar los alimentos y comer cuando las moscas trataban de pararse sobre cada cosa cuyo olor les atrajera. Cuando nos lo permitíamos, optábamos por comer en cualquier restaurante; buscábamos cualquier excusa para visitar a mis padres o a mis suegros, ellos se compadecían y nos dejaban, a veces, pasar la noche en sus casas. Aprovechábamos para realizar las ocupaciones del trabajo desde allí, así como también para guardar varias sobras en portacomidas porque siempre terminábamos volviendo.
Teníamos proyectado que a finales de marzo habríamos ahorrado lo suficiente para alquilar un nuevo apartamento.
–¿Y qué hacemos si nos vuelven a llegar? –Le comenté a mi esposo luego de reflexionar.
–¿Por qué nos seguirían? –, me reprochó–. Espero que no estés pensando que estamos malditos o algo así.
–No me quiero imaginar eso, pero es obvio que algo tenemos que ver. Ningún otro vecino tiene este problema.
Para ese punto ya éramos considerados un símbolo de mal augurio para las generaciones más viejas del apartamento. Nadie nos visitaba. Algunos se asustaban al acercarse a la puerta y escuchar el zumbido distorsionado de tantas moscas.
Aún nos faltaban cinco meses para la mudanza, que era más de los que llevábamos viviendo ahí para ese momento. La propietaria no desistió en absoluto y hasta nos bajó el pago del alquiler como compensación por esta problemática.
Hicimos lo posible para para soportar el tiempo que nos faltaba para irnos, pero llegó un momento en que nos parecía imposible seguir allá. No me imaginaba pasar los dos meses que todavía nos quedaban con este estilo de vida. Adentrarnos significaba intentar pensar en otra forma de mantenerlas alejadas a la hora de dormir. Al llegar había tantas moscas en la entrada que daba la ilusión de que fueran más por el efecto de velocidad que hacían al desplazarse todas al mismo tiempo. Si concentrábamos la vista en cierto punto de la casa, esas ilusiones daban la imagen de escasos rastros de neblina; era como si su esencia fuera ya tan predominante que afectaba nuestra forma de percibir ahí dentro. Pasaba lo mismo en cada habitación a la que entrábamos, y los insectos escapaban e incluso chocaban y caían por la cantidad que había. Esas neblinas seguirían apareciendo mientras siguiesen tan amontonadas.
La primera vez que vimos eso nos dieron escalofríos. Nos sentíamos cada vez menos ligados a la casa, como si hasta ella se hubiese convencido de quiénes eran sus verdaderos dueños. Nuestro rol se desvanecía cada vez que volvíamos de pasar la noche por fuera. Pensé en eso cuando miraba las moscas que descansaban sobre un sillón de la sala. Quise comentárselo a mi esposo hasta que lo vi entrando al cuarto. No había pasado el insecticida antes de entrar, tampoco intentó darle a unas cuantas con la raqueta eléctrica para matarlas. Caminó hasta la cama, algunas chocaron con él en el camino, se acostó en la cama boca arriba sin arroparse y Me hizo el gesto con la mano para que me juntara con él.
Las moscas le aterrizaban en todo el cuerpo, daban pasos e inclinaban su cabeza en busca de algo para alimentarse. Algunas se hartaban y se iban para que después llegasen otras ilusionadas por lo que podría prometer ese nuevo objeto. Yo, mientras tanto, observaba y trataba de analizar lo que hacían (esta convivencia me había hecho experta en su comportamiento). Ahora las veía yendo y viniendo desde el cuerpo de mi esposo. No se rendían, algo debía de tener el hombre acostado. Las que se iban regresaban a otra habitación donde volvían a reponerse.
Esto me hizo recordar algo curioso que noté examinándolas: no se alimentaban demasiado. Claro, una de sus zonas favoritas era el baño y podían hasta matarse arrastrándose debajo de la puerta para alcanzar el olor cuando entrábamos en él, pero no era posible que se mantuviesen tan alocadas cuando no había tanta comida que aprovechar. Además crecían demasiados ejemplares para las pocas que se veían nacer, pues las larvas que salían del cubo de basura no eran suficientes para mantener a tan densa población.
Mi esposo seguía pidiéndome ir a la cama, así que le mostré mi rostro cansado alzando una sonrisa. Me acosté también boca arriba. Las moscas en seguida se pararon en mí, fisgonearon cada parte y hasta se metieron adentro de mi sostén, no las espanté. Cuando pasaron por mis parpados temblé un poco, pero resistí, después de unos minutos me acomodé, me acerqué a él y nos acariciamos el brazo del otro.
–Tampoco prendiste la lámpara mata-moscas –le dije con tono de risa suave.
–Ayer olvidé apagarlo cuando nos fuimos a dormir a la casa de tu mamá. Aún sigue encendido. Está al lado del closet –me dijo sin dejar de mirar hacia arriba.
Cuando relajamos la vista, las moscas que pasaban se opacaban hasta volverse puntos negros veloces.Luego de cinco minutos esos puntos me hacían recordar a renacuajos nadando en el agua como si huyeran de algún peligro, un agua gris en la que los renacuajos pasaban de extremo a extremo para llegar a la otra orilla. Fue al menos eso lo que yo vi.
No nos molestamos en contar el tiempo, ya no nos importaban Ellas continuaban encima de nosotros, pero actuábamos como si no lo estuvieran. Giré mi cabeza para observar a mi esposo, me pregunté qué se imaginaba al ver ese espectáculo de bichos. Daba igual de todos modos, ambos suspirábamos mientras compartíamos un tiempo con nuestros compañeros voladores.
*Nacido el 6 de diciembre de 2002. Estudiante de la Universidad pontificia bolivariana en estudios literarios. Tuvo distintos intereses de chico sin llegar a algún rumbo hasta encontrar un lazo en la lectura hace no demasiado tiempo. Le gusta intentar escribir y dibujar. Fascinado por cada obra, ya sea visual o escrita, que le produzca nostalgia, esperando crear cosas así en el futuro.
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