Autor: Jesús Ovallos
Aunque nunca estuvo convencido de que fuera lo correcto, su hijo insistió tanto que le fue imposible oponerse a su voluntad. Su esposa prefirió esperar en casa, segura de no soportar la impresión del acto. La desagradable tarea quedaría en manos de Gonzalo y de su pequeño Miguel. Ya llevaban medio camino cuando cayó en cuenta de que la presencia del niño en el auto podría traerle algún inconveniente con la autoridad, pero ya era demasiado tarde.
A la salida del pueblo, el Ejército hacía valer el toque de queda. ¿Cómo no lo había previsto? Gonzalo tragó saliva; Migue seguía con los ojos fijos en el camino. A lo lejos vio el puesto de control, pero ya no podía dar marcha atrás. Mientras se aproximaba, uno de los militares le ordenó detener el vehículo y avanzó hacia él, acomodándose el fusil.
—Buenas tardes —le dijo el hombre—. ¿No le dijeron al señor que estamos en cuarentena? A ver, documentos.
—Disculpe, fue una emergencia...
—Papeles. Rápido.
Gonzalo buscó en la guantera los papeles del auto y su billetera. El militar revisó los documentos y echó un vistazo al interior. Allí su mirada se cruzó con la del niño, que solo atinó a levantar su mano en un saludo indio.
—¿Usted no sabe que es peligroso sacar un niño en plena pandemia?
Desde el otro asiento se escuchó la voz del niño:
—Yo le pedí que me trajera —dijo Migue, dejando a su padre con las palabras en la boca. El militar se agachó para ver a su nuevo interlocutor y sonrió con sobradez.
—Bueno, señores, ¿qué es eso tan importante que van a hacer como para violar el toque de queda? ¿Y qué es eso que llevan atrás? —se refería al arrume de sábanas que llevaban en el asiento trasero. Gonzalo respiró hondo.
—No mires atrás, Migue —dijo. El niño obedeció y fijó su mirada en el camino.
Con cuidado y a la vista del militar, Gonzalo comenzó a desenvolver las sábanas, y de a poco se fue asomando: primero se le vieron las patas blancas, luego el dorso plateado; la cola estaba recta y por el hocico se le entreveía la dentadura, como si la muerte le causara gracia. El militar, ligeramente sobresaltado, cerró los ojos y apretó los labios antes de volver a hablar:
—¿De qué murió?
—Estaba viejito. Lo adoptamos poco antes de nacer Migue. Casi crecieron juntos.
Migue dejó escapar un tímido sollozo. Entretanto, el militar contemplaba alternativamente al perro, al niño y a Gonzalo. Luego soltó un suspiro.
—¿Cómo se llamaba?
—Toto.
El soldado asintió.
—En mi casa hay uno de esos mismos. Le pusimos Sultán. Les gusta mucho el juego… ¿Qué van a hacer con él?
—Lo vamos a enterrar en la finca de un amigo. Acá no más...
El militar volvió a echar un vistazo al carro y le ordenó a Gonzalo que cubriera al animal. A continuación, sacó del bolsillo una libreta y un bolígrafo y empezó a escribir, ante la mirada ansiosa de Gonzalo. Arrancó la hoja y se la entregó. Entonces dijo:
—Cuando vengan de regreso, si los vuelven a parar, muestre esto. Diga que es un permiso del Sargento Riaño, y si no les creen, pida que me llamen directamente para verificar. Tiene hasta las nueve de la noche, después de eso se atiene a las consecuencias.
Comentários