Autor: Camila Cano*
Negro, negro mío,
las digestiones comenzaron tarde.
Lo presentí cuando en el estómago se te clavaron las cicatrices.
¡Cuánta enfermedad llevabas ese día!
La cara se sembraba en el olvido,
poco a poco se desvanecía
y la luz,
que para mí no había terminado,
te alumbraba los pequeños dedos.
Revuelco los rincones de ser madre
para tener el poder de abrigarte en la vida
y que la muerte
se vaya consternada por sus malos pasos.
No olvides las cortinas del verano,
las palomas que van en busca de la impureza del alma
y el bolsillo que se cose para evitar la escasez.
Negro, negro mío,
niño de alma y no de carne.
¿Alimentas el cuerpo de esperanzas ciegas?
La soledad está en la habitación que no es habitada.
Se reduce por falta de ojos que la mire.
Tú,
lleno de espíritus,
continúas viviendo más allá de ella.
¿Cómo es posible?
Yo,
que me paso las horas
habitando todo lo que sea necesario
para no recurrir al suelo.
Yo,
que no podría ser muchas ni pocas,
solo una.
Yo,
que debajo de tus pies
continúo llorando la tierra
que no te dejé.
Y tú,
que te vuelves el mar,
que contra las bestias no luchas
y que despacio
retornas al silencio profundo.
Camila Cano: Estudiante del programa en Estudios Literarios, UPB.
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