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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

El Galeón me pide un título

Autor: Gabriel Molina Paredes*


Es pleno mediodía y nuestro protagonista tiene puesta una cachucha. Más temprano se había dicho a sí mismo que debía usar una cachucha precisamente en esa hora fugitiva. Como los ratones que se pierden en los crepúsculos, había una señorita ya despierta: tenía por vestido la piel de una anaconda que miraba las flores algunas veces cuando hacía tinto, y por eso no le brillaba en los hombros ni un poco de pintura blanca, lo que le permitió perderse de los rostros entre los callejones mientras se acomodaba los colmillos de esa serpiente difunta, que en paz descanse. No era necesaria, sin embargo, tal algarabía, pues nuestro protagonista, habiendo tomado conciencia de las nubes desde antes, comenzaba con tiempo de sobra la actividad agobiante de pintar sobre el aire. La señorita, cuyo nombre no es importante (solo basta con saber de ella que tenía un lunar en la parte derecha del cuello y que le gustaba salir en las noches a sentarse bajo las cavernas para intentar contar los ojos de los murciélagos), empezó a ver las pinceladas que se perdían con el viento y llenaban de óleo los pulmones de las nubes. Sonrió y le dijo al sol: "ahora todos juntos".

Nuestro protagonista, impredeciblemente concentrado en su actividad, empezaba a sentir que la pintura se le escapaba del pincel antes de siquiera apoyarlo sobre el aire. Buscando un poco de thinner para calmar el espíritu revolucionario de los colores, miró de reojo a la muchacha que lo observaba con atención maniaca. Abrió con cuidado el thinner, para que no se le volviera agua o guaro, y no pudo evitar echarle otro balazo a la mujer, pues se dio cuenta que no guardó ningún recuerdo de su cara. Esta se encontraba más cerca, por lo que devolvió el contacto rápidamente, lo que lo dejó tan estupefacto que derramó el thinner sobre su camiseta. Si no fuera porque se convirtió en aguardiente antes de haber hecho contacto con ella, habría quedado con ese repugnante olor durante toda la quincena. La mujer no se detuvo a pesar de todo y le tomó la mano en la que estaba el pincel con una fuerza que solo tienen aquellos que se someten a perseguir las alas de los colibríes. Hizo que soltara el pincel, el cual cayó al suelo empedrado que ya no estaba hecho de piedra de río sino de piedra de laguna, razón por la cual el alcalde municipal había colocado vallas al lado de las panaderías y los paraderos de buses que celebraran su gran gestión, ahora arruinada por la gran tragedia que representaba la caída del pincel.

¡Los colores son libres!, gritaba de forma gangosa doña Rosita, la criada de los Pérez Restrepo, que se encontraba exactamente a siete cuadras y media del inverosímil suceso. El segundo en percatarse de lo sucedido fue el padre Ochoa, que se encontraba descansando solo en el confesionario y que reaccionó prosternándose ante las semillas de ese árbol que cubría quizás la mitad de los vitrales de la basílica de Nuestra Señora de las Chimeneas. La tercera en darse cuenta fue una bebé que no tenía más de 6 meses, cuyos padres habían estado muy ocupados como para asignarle un nombre, por lo que la llamaban Bebé, con mayúscula, para distinguirla de otros bebés que quizás no contaban aún con la suerte de no haber sido nombrados. Bebé se limitó a reír placenteramente, como se ríe cuando sucede algo tal como se esperaba que fuera a suceder y el mundo se vuelve comedia de bajo presupuesto.

A pesar de encontrarse atisbando desde el instante en que había soltado el pincel, nuestro protagonista no llegó a ver el resultado de su descuido sino hasta el décimo lugar, momento en el cual ya era demasiado tarde, pues la mujer que había causado tal caos, tan pronto como comenzó a caer el pincel, salió en sentido contrario a las manecillas del reloj, desapareciendo enseguida en el revés de uno de los menús infantiles que habían sido tirados por accidente.

Mirando los ademanes del pueblo enfurecido, optó, quizás, por el agua en aquel momento de desespero, sin suerte alguna, pues ya era demasiado tarde y algunos mausoleos se habían desaparecido en el filo de la selva. Entonces probó frotando sus uñas en su pelo encrespado, pero no hizo más que enfurecer las maracas que empezaban un canto militar desconocido en el ejército. Salió pues nuestro protagonista, como quien se golpea el dedo pequeño del pie en descarga de muchos Joules por segundo, a la estación del ferrocarril abandonada, que se encontraba a unas dos canciones de distancia del pueblo y desde donde se le podía observar perfectamente, a pesar del buen clima que venía haciendo en aquellos días.

En la plaza comenzaban a notar que había caído el pincel exactamente a cinco cuadras en dirección sotavento por los zócalos que empezaban a moverse de sus asientos y a levantarse sobre las tejas de porcelana. Respiraban profundo los banqueros y el único peluquero. Comenzaron a derramarse un poco las flores que tenían la mala suerte de haber nacido púrpuras. Los trompetistas de coral, que se ruborizaban normalmente con porciones completas de Maní Moto, hoy se veían despeinados por el propio fondo del mar. El alcalde rápidamente declaró la ley marcial, la ley de privatización de los buganviles y la ley de impuesto extraordinario, además de finiquitar el proceso de contratación para el cultivo masivo de pasto en la región. Luego agradeció a sus asesores de imagen y se quitó la vida, inmolado en el techo de su alcaldía. Cantaron entonces unas ranas que no tenían idea de nada de lo que había ocurrido, cantando de todas formas y contra toda predicción luego del incendio político, que, por ser él mismo todo un Botero, demoró en quemar como año nuevo.

Desde su estación de ferrocarril abandonada pudo ver el fuego que teje lentamente las prendas de quienes angustiados observaban sus alrededores. Se animó a contar los atardeceres en los que había conocido algún paseo de libélulas, pero no le quedaban más dedos en el pie derecho y una pintura color aguamarina se tomaba el filo de la montaña, por las armas, con total violencia y desprecio por sus habitantes, todos en el filo de la montaña

quedaron muertos.


Empezó sediciosa a brotar una felpa roja de los brazos de una estatua que normalmente recolectaba las ofrendas de los soñadores. Se derritió un tejado en sus primeros años. El alcalde era cenizas y el carcelero se declaró alcalde porque la cárcel estaba vacía y no tenía trabajo. Entró a la escena un primate desconocido –tenía los ojos del color de las hojas en un otoño tropical–. Corrió por todas las piedras de laguna (recuérdese que habían sido puestas por el ahora cenicero).

Llegó a la puerta de la basílica, que se encontraba cerrada por razones personales del padre, y trepó por un lado hasta coronar la punta. Comenzó a investigar esa cruz, a olfatearla, tocarla, golpearla y escucharla. Luego, nuestro primate intentó arrancar la cruz de su lugar, de todas las formas como le fue posible –planeaba usar la cruz para abrir una puerta donde podía devorar todos los colores cálidos–, pero desistió y quedó limitado a dormir bajo la pequeña sombra que proyectaba esa cruz un poco después del mediodía.

Observando todo esto mientras repetía una melodía sin memoria, nuestro protagonista estaba sentado en una silla gris. Un cavernícola que sabía hablar francés del siglo XVI (aunque nunca lo hablaba) salió de un tren extraño que llegaba a la estación abandonada. Se sentó a su lado y contempló en el pueblo la hojarasca. Sacó de su taparrabos unas gafas Ray-Ban de aviador (que quizás eran una réplica Boy-Pin o Rei-Bon) y se las puso lentamente, como esperando a que su rostro las absorbiera. Soltó un fuerte gruñido melancólico que quizás era una llamada de apareamiento o una súplica a que lo descubrieran. Flotaba loto blanco entre las nubes azuladas y nuestro protagonista se limitaba a sentarse y contar sus respiraciones. Quiso declarar alguna guerra en alguna parte del tiempo o del mundo para ver si así le bajaban el precio a las solteritas, que eran su postre favorito (entiéndase solteritas como el postre color anaranjado y no solteritas de pelo pintado color naranja). En la estación de tren también cayó el techo, murió el cavernícola y sobrevivió nuestro protagonista, protegido por su cachucha y por la literatura misma ya que, si moría, tendría que acabar este cuento que él protagoniza, pero él no murió.



*Gabriel Molina Paredes. Amante de los poetas rusos y de rotarlo en tiempos pandémicos. Su primer poema fue un plagio vendido en 6 mil pesos. Estudió en esos sitios de élite bogotana y ahora no sabe distinguir entre trampa y literatura. Sus más destacadas obras están expuestas en documentos compartidos y chats de algunos desocupados. Le gusta bucear, el café de tostao y subir cerros. Se cansó hace mucho de intentar declararse meteorito, amigo, poeta y se quedó solo con el Gabriel, de tanto mudarse quedó viajado. Lo quiere resto de gente. Un resto.

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