Autora: Eclipse Agudelo Martínez
El espacio estaba sumergido en el silencio. Las voces en su cabeza trataban de llenar el recinto, necesitaban dejar de ser recuerdos corroídos casi por el olvido… buscaban vivir. Julieta caminaba por ese espacio inadvertido, aturdida por todos sus pensamientos. Era posible verla con su bastón, con su espalda un poco encorvada, sus pies rociados con polvo de tierra y su vestido viejo —tanto como ella misma— arrugado y lleno de hoyos como manchas en su piel.
Fue a la cocina por un tinto y se dirigió al patio de enfrente. Se sentó en la única silla que tenía, ya un poco amarillenta. Miraba al vacío como hacía todos los días tratando de revivir cada uno de sus recuerdos.
—¡Doña Julieta!, ¿cómo se encuentra hoy? —le gritaba desde lejos Santiago, uno de los únicos niños que quedaban en el pueblo y quien vivía cerca de ella.
— Santiaguito, ¿qué puedo decirte? —le hablaba con su voz ronca—. Pensando, como siempre.
—Si no le molesta, doña Julieta, ¿qué es en lo que se mantiene pensando? —dijo mientras se bajaba de su bicicleta y caminaba hacia ella.
—¿En serio quiere saber, mijo?
—Sí, claro.
—Venga siéntese entonces y le cuento.
Santiago obedeció a las palabras de Julieta, apoyó su bicicleta contra el suelo y se sentó sobre el pasto en frente de la silla.
—¿Sabe qué es un indígena? —le dijo conociendo ya la respuesta.
—No, doña, ¿qué es?
—Eran unas personas que vivían en la selva y los montes. Cazaban y recolectaban sus propios alimentos. Tenían sus propias formas de hacer arte y de pensar.
—¿Y qué les pasó? —dijo Santiago al ver que Julieta de repente había dejado de hablar.
—Qué les pasó… Hace casi treinta años que dejaron de existir. Mis abuelos eran indígenas —pequeñas lágrimas brotaban de sus ojos y su garganta carraspeaba—. Recuerdo cuando me llevaban a su tribu: era espléndida, llena de naturaleza. Y sus casas… Ah, sus casas eran tan hermosas. Con sus techos hechos de paja y sus paredes de bahareque. Las mujeres tejían bolsos y ropa, algunas hacían collares, y otras cuidaban a los niños mientras que los hombres danzaban alrededor de ellas. Nadie pensaba en nada más que no fuera el presente.
Santiago la miraba entusiasmado, era notable que se había zambullido dentro del relato de la anciana.
—¿Por qué dejaron de existir? —preguntó el niño.
—Porque nunca comprendieron su diferencia. Hace mucho tiempo ya, casi cincuenta años, el ejército creó un operativo para exterminarlos debido a que, según ellos bajo órdenes del Estado, estaban evitando que los indígenas corrompieran nuestra sociedad.
Santiago la miraba confuso.
—Me refiero a que creían que eran malos, como los villanos de los cuentos. Las personas no comprenden que la diferencia no es mala, antes es uno de los atributos de la humanidad.
Santiago miró directamente a los ojos de la anciana y pudo ver dentro de ellos toda su historia, sus dolores, sus alegrías… Pudo entender por qué ella siempre se encontraba dentro de sus recuerdos.
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