Autor: María Andrea Pizano Holguín*
Como diseñadora de espacios, Margarita tenía una vida muy solitaria. La ironía de pasar el tiempo en hogares de familia, estando completamente y eternamente sola, le conferían a sus días cierta tristeza reconfortadora. Este sentimiento se había vuelto simplemente acogedor, eliminando cualquier necesidad de sentir más. A cualquier oportunidad de ser medianamente feliz, frustrarse o emocionarse, se reprimía y aislaba para volver a la tristeza que había convertido en su hogar. En este descubrimiento de sí misma y del mundo, se dio cuenta de que sostener un espacio propio en un habitar tan convulso no era posible. Los espacios de soledad que le conferían su trabajo le eran cada vez más insuficientes y las posibilidades en las que pensaba a diario para aislarse por siempre nunca eran convincentes, pues ninguna lograba crear el ambiente de contención eterna que deseaba habitar.
Luego conoció a Jaime.
Jaime era tallador de madera. Hacía piezas para decoración, modelación de espacios y piezas comunes. En general tenía una buena vida, lo que ganaba con su trabajo era suficiente para permitirse un techo decente y, como el artesano que se consideraba, se enorgullecía de la reputación parcial que había ganado dentro de la comunidad a la que pertenecía. Pero ser un tallador como él era un oficio abandonado y ser reconocido más allá de los vecinos se tornaba dificultoso, siendo así está la causa de su infelicidad: el no ser.
Sin entrar en malinterpretaciones, Jaime no buscaba la fama y estaba lejos de perseguir el sueño del artista exitoso contemporáneo. El tipo de reconocimiento que buscaba tenía intenciones más personales e íntimas, una inclinación particular por lograr sentirse “importante”. A esta conclusión llegó tras reflexionar su sobre relevancia en el mundo y encontrarse que era, más allá de su trabajo, nula. No tenía amigos cercanos, ni familia y, si llegaba a enfermarse para la víspera de navidad, a nadie en particular le importaría hacerle parte de reuniones acogedoras ni cuidados fraternales. La gente lo conocía, sí, pero para nadie representaba algo.
Luego conoció a Margarita.
Su encuentro no se dio de manera casual, ni como parte de un destino preparado como un camino de salvación por parte de un ser divino. Todo fue, en realidad, muy sencillo, y su primera interacción no duró más de unos minutos. Margarita tenía un cliente que requirió que los organizadores de su casa fueran tallados a mano como parte del inminente deseo social de participar con el comercio local. Fue Jaime el primer resultado decente que Margarita decidió considerar. Se acercó a su taller el mismo día y consultó por sus asuntos particulares y, sin prestar atención a nada más que a su trabajo y su sentir, se retiró del local con la intención de contactar al artesano para contratar sus servicios.
Para Jaime, por el contrario, la visita de Margarita a su taller representó algo más. Logró ver en aquella joven una personalidad particular y su sola presencia le iluminó posibilidades para salir de su permanente estado de abandono social. Ella era la respuesta.
Los planes que había maquetado durante la noche tomaron forma cuando, al otro día, Margarita se contactó con él para programar un encuentro y realizar sus encargos. Concordaron en que resultaría más beneficioso para ambos verse en casa de Margarita y esa misma tarde Jaime se acercó a su residencia. Ninguno de los dos tenía un buen presentimiento al respecto, pero Margarita ignoraba sus sentires y a Jaime lo motivaba un deseo más fuerte que cualquier corazonada.
Se dirigió así a la casa de la mujer. Realmente no vivía cerca de ella y no le resultaba para nada conveniente el traslado, pero él había mentido sobre esto. Es más, hacer el encuentro en aquel lugar había sido su idea. Ocultando sus pretensiones en la “comodidad” de su anfitriona. Jaime deseaba conocer su casa, saber qué decía esta sobre ella, meterse dentro de su piel como si las paredes de una casa representaran la totalidad de un alma, conocer quién era a partir de la disposición de su vivir. Margarita tenía algo que Jaime necesitaba, algo intangible que le era esencial, que le daría, por fin, una identidad.
Finalmente, la sorpresa se la llevó él. Margarita hizo pasar a su invitado sin prestarle una mayor atención, sin atender a la posible reacción del hombre a su hogar o a lo que pudiese pensar sobre las disponibilidades de este. Jaime estaba en cierto estado de shock, el mismo que le impidió ver que Margarita había cerrado la puerta con seguro y arrojado las llaves silenciosamente por la ventana ubicada al lado derecho de la puerta, cerrándola también tras el hecho. El panorama era inesperado para él: la casa era grande, bastante espaciosa, pero estaba casi completamente vacía. A su vista solo había un mueble, un televisor y un comedor cuyo largo correspondía, al menos, al puesto de doce personas, pero en el que solo había una silla en cada extremo. No había ninguna decoración, ni en las paredes ni en la única otra mesa a la vista, sobre la cual solo reposaban carpetas de colores.
Entre la sorpresa y la confusión, Jaime pasó al comedor tras una indicación no hablada de Margarita. Cada uno sentado en un extremo, sin decir ni una sola palabra. Se miraron fijamente por minutos, sin ninguna expresión literal en sus rostros, como si con la mirada cada uno estuviese intentando descubrir la verdad de sí mismo en los ojos del otro.
Tras unos minutos, Jaime se levantó de la silla y, sin quitar su mirada de la de Margarita, caminó hacia ella lentamente, con cuidado, con elegancia. Estando ya al lado de su silla, Margarita se levantó, quedaron frente a frente, a pocos centímetros del otro, mirándose, como conociéndose, como entendiéndose y, rompiendo con la serenidad, se abrazaron bruscamente. Saliendo lentamente del abrazo, con la delicadeza de una primavera, Jaime empezó a envolver a Margarita con una cuerda que fue sacando lentamente de sus bolsillos, la amarró, la inmovilizó, la condenó a su piel. Margarita nunca opuso resistencia, su cuerpo colaboró, se movió y se ajustó al amarre, como amándolo, como deseándolo.
Jaime, deseando ser un forajido, queriendo ser reconocido como alguien capaz de algo, de quitarle la libertad a una persona que no la necesitaba, se dispuso a salir, para así esperar ansioso el cobro de cuentas, un destino fatal que lo pusiera sobre la mesa del mundo, que representara una identidad para él y, en el fondo, una salvación para ella.
Pero Margarita lo había cerrado todo, lo había silenciado todo, había dispuesto de su casa para que nadie nunca pudiese salir de ella, para que quien allí estuviera se fusionase con ella, con lo que sentía. Sus deseos de refugio eterno se materializaron con Jaime y ella lo supo siempre, lo supo desde su tristeza, desde la única parte de su inconsciente que aún le permitía ser alguien. Su cuerpo deseaba borrarse del mundo como materialidad y su alma deseaba vivir por siempre, amar por siempre el sentimiento que ya no era solo tristeza, era un hogar y una infinitud. La persona, que era ese hombre que la acompañaba, llenaba ese hogar, se ajustaba a él como aquel que sabe que a veces no hay camino, que a veces se es una ausencia, que nunca se es suficiente y ella sabía que, sin una sola palabra, él lo intuiría. Porque ellos ya no eran ellos, ya no estaban alrededor de unas cuatro paredes y su ser se había elevado a puro sentir. Así, el suceso sumió al hombre en la tristeza, en la misma tristeza que ya era un asilo, una hoguera. Así fueron uno con el otro.
Él nunca la soltó, y ella nunca intentó soltarse, así como él nunca intentó salir de nuevo. Ninguno era nadie más que el otro y se sintieron uno solo por siempre.
*María Andrea es lectora del estado de ánimo de sus plantas y a veces también de libros. Colecciona piedras, velas de colores, lapiceros con figuritas y cuentos que nunca termina de corregir. Le gusta escribir reseñas de su estado de ánimo en primera persona plural, casi tanto como le gusta sacar la cara por la ventana de los carros, aunque viva despeinada.
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