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  • Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Carisellazo

Autor: Miguel Aguirre Bernal*


(Entrevista con el escritor antioqueño Armando Caballero fechada el 31 de abril de 2038. Hora: 20:00. Lugar: Casa del autor, Carmen de Viboral)

Entrevistador: Armando Caballero, usted es mundialmente conocido por ser el escritor del carisellazo, del azar, ¿cuándo comenzó a encomendarse a la fortuna? ¿Por qué emprendió ese camino?

Armando Caballero: Fue hace mucho tiempo. Creo que ni siquiera había cumplido los diez años. Estaba en un centro comercial con mi madre y ella me prometió que me compraría un helado, pero me puso una condición: tenía que probar un sabor nuevo. Ahora bien, yo era un culicagado súper indeciso. Cuando me amarraba los cordones, nunca sabía por cuál zapato comenzar (se ríe). Tampoco era capaz de escoger canal de caricaturas. En consecuencia, yo era una persona de costumbres. Usted sabe, de esas que nunca cambian su rutina y siempre compran el mismo helado, siempre se ponen la misma camisa y siempre van al baño a la misma hora.

Entonces imagíneme frente a la vitrina de la heladería, mirando una veintena de sabores distintos. Me sentía tan inseguro que incluso deseé que no me hubiese prometido nada. No soportaba la incertidumbre. Como mi madre me conocía, comenzó a ayudarme a descartar opciones. Por ejemplo, el de vainilla no porque era mi favorito, el de chocolate tampoco porque lo había probado en la fiesta de Fulanito, el de chicle menos porque a mi madre no le gustaba y era probable que termináramos compartiendo… Así hasta que quedaron solo dos opciones: macadamia y pistacho, pero ya no había nada que me hiciese decantar por uno o por otro.

Fue entonces cuando mi madre me propuso dejarlo al azar. Puso una moneda en mi mano y me dijo: Mira Gordo, con cara compramos macadamia y con sello, pistacho. Tírala al aire y agárrala cuando esté cayendo. Dependiendo de lo que salga, escoges. Hice lo que me dijo y salió cara. Compré el de macadamia y nunca me he arrepentido. Hasta ahora, que tengo cincuenta años, sigue siendo mi helado favorito. Desde entonces supe que lo mío era el azar.

E: ¿Siguió usando monedas o pasó a algún otro medio?

C: Usé monedas durante mucho tiempo. Como le dije, era muy indeciso y cualquier cambio me causaba ansiedad. Es más, creo que el uso de dados ni siquiera llegó a ocurrírseme sino hasta mucho después, cuando las circunstancias lo requirieron. Yo era un niño tímido y no me la llevaba con esos cuentos sobre innovación. Al menos no desde tan temprano.

Lo que hice fue adoptar y bautizar una moneda. Mi padre me propuso que la llamara Sr. Voluntad, y, aunque no me gustó el nombre (ya intuía el tinte irónico de la sugerencia) (risas), terminé cediendo. Pues bien, Sr. Voluntad iba conmigo de un lado para el otro y me servía para todo tipo de cosas: para escoger pareja en los trabajos del colegio, para elegir equipo en policías y ladrones, incluso para determinar con quién besarme en un pico-botella (risas). Eso era fantástico: ¡nunca tenía que decidir nada por mi propia cuenta!

Dependí de las monedas hasta que llegaron los exámenes de selección múltiple. Usted no logra imaginarse lo que sentí cuando me encontré frente al primero. ¡Se había acabado el estudio! ¡Ya podía entregarme enteramente al azar! Al principio me limité a adaptar el carisellazo. Asignaba a las respuestas a) y b) la cara y a las c) y d) el sello y hacía un primer lanzamiento. Luego lo repetía con las opciones restantes. De ese modo, bastaba con dos carisellazos por pregunta.

Sin embargo, el mecanismo terminó mostrándome sus fallas. La primera y principal es que era muy evidente y a los profesores les enfurecía que mi suerte prodigiosa me hiciese ganar sus exámenes. Me acusaban de “frivolidad”, de “falta de compromiso” y de “facilismo”. No podían entender que hay más de una manera de encarar los problemas de la vida y querían imponerme la suya. La segunda es que dos lanzamientos eran dos lanzamientos y no uno, y había que buscar un modo de mejorar la eficiencia.

Fue eso lo que me impulsó a conseguirme un dado de cuatro caras: era más discreto y me venía como anillo al dedo para las preguntas de cuatro opciones. Fue muy difícil dar con uno, porque los más comerciales siempre han sido los de seis caras. Sin embargo, luego de mucho buscar, di con una tienda de cartas y juegos de rol donde tenían todo tipo de dados: de cuatro, de cinco, de seis, de siete, hasta de veinte y treinta caras. Usted no sabe la alegría que sentí entonces. ¡Era como haber llegado al cielo! Es que vea, tóqueme el brazo, me erizo de solo recordarlo. Me compré el de cuatro y tiré uno de veintinueve dos veces para elegir otros dos. Me salieron uno de siete y uno de trece. Desde entonces fui un volador en el colegio y no hubo examen de selección múltiple que no ganara.

E: ¿Por qué no compró los otros dados?

C: No tenía plata. Pero los fui adquiriendo poco a poco. Al cabo de tres meses ya tenía una colección enorme.

E: ¿Y para qué los usaba?

C: Para todo, hombre, para todo. Para elegir videojuegos, películas y comidas. Cuando llegaba a un restaurante y me pasaban la carta, yo contaba el número de platos y tiraba el dado correspondiente. Si tenía que cuadrar una fecha, un dado de treinta y una caras me venía a la perfección. Es más, esta entrevista de nosotros la programé tirando un dado, nunca falla. ¡Es que hasta para conseguir novia servían! Si había, no sé, cinco peladas que me gustaban, las enumeraba y tiraba un dado antes de lanzarme a la conquista.

E: ¿Por qué decidió dedicarse a las letras?

C: (Se ríe un largo rato. Luego, tranquilizándose, responde). Para ese entonces había treinta y seis carreras disponibles en la ciudad. Adivine lo que hice.

E: El pregrado en Literatura deja poco espacio al azar. ¿Tuvo problemas para adaptarse?

C: Sí, bastantes. Al principio me dio muy duro. Es que veamos: si hubiera estudiado Derecho, bastaba con lanzar un dado para determinar a qué artículo de la ley acudir; si hubiera estudiado Medicina, un par de tiros serían suficientes para elegir entre un número finito de enfermedades posibles; si me dedicaba a la Ingeniería, podía recurrir a un programa que me devolviese un número cualquiera, al azar, dentro de un rango cerrado y con un número X de decimales; si me hubiese decantado por la Política, unos cuantos carisellazos serían mi mejor arma para tomar decisiones; si hubiese sido administrador… pues, ni sigo. En cambio, el trabajo en Literatura consta de lecturas y ensayos, nada más y nada menos, y ahí todo argumento debe estar muy bien sustentado. El azar parecería no funcionar para ella.

E: ¿Entonces diría que en esa ocasión la fortuna le fue adversa?

C: A mí la suerte me ha jugado más de una mala pasada, se lo aseguro. Entre más opciones tenga y más complejo sea un mecanismo, más susceptible es al error. Tanto es así que hoy por hoy me toca desechar muchos textos que no tienen arreglo. A estas alturas, uno de cada treinta de mis escritos es publicable. Pero me conformo con ello, pues no deja de ser un porcentaje elevado.

De todos modos, no considero que la fortuna me haya traicionado al elegir carrera. Aunque al principio podría parecerlo, no fue así: bastaba con descubrir un modo de adaptar mi método a la materia y fue justo esto lo que me llevó a desarrollar mi técnica actual de escritura.

E: ¿Sus padres alguna vez se opusieron a su modo de afrontar la vida?

C: Al principio sí. Mi padre no comprendía cómo era posible que tomase una sola decisión sin recurrir a mis dados. Ni le cuento los problemas por los que pasamos porque aquí amanecemos. Sin embargo, mi madre y el tiempo fueron aplacándolo. Al fin y al cabo, aunque es un modo poco convencional de vivir, nadie puede decir que me haya salido mal. Mi éxito confirma mi hipótesis: el hombre puede prescindir de su voluntad. El modelo tradicional, aunque funcional, no es el único posible.

E: ¿En qué consiste su técnica de escritura?

C: Vayamos por partes, pues esta ha pasado por varias etapas. Mi primer desarrollo consistió en delegar al azar los argumentos de mis ensayos. Hacía una lluvia de ideas y las enumeraba. Podía recurrir entonces a uno de mis dados o a una bolsa negra para echar los papelitos con las opciones. Los que salieran serían aquellos que luego articularía en el texto.

Eso me permitió aprobar los primeros semestres sin grandes dificultades, y, más importante aún, me abrió la vista a nuevas perspectivas. Si se fija en mis primeros libros notará las huellas de este método. Veamos un ejemplo: mi primera obra, Suenan campanas, consiste en un Battle Royale, es decir, uno de esos concursos en los que un grupo de participantes deben matarse unos a otros hasta que solo quede uno. Aunque ya muchos autores habían abordado ese tema, siendo el primero Koushun Takami, yo introduje una innovación trascendental: hice que los acontecimientos estuvieran sujetos al azar. Organicé una lista con los veinte personajes y para cada capítulo tiraba dos dados. Con el primero escogía a la víctima y con el segundo, al asesino. De este modo, la trama se independizó de los caprichos del escritor y la sorpresa se volvió una constante. ¡El efecto fue maravilloso! Hasta entonces nadie había escrito una novela tan impredecible, vertiginosa y, por lo tanto, enganchadora. Como ni los romances, ni el heroísmo, ni la popularidad, ni el protagonismo eran garantía de supervivencia, los lectores se mantenían en vilo durante toda la narración.

E: ¿De dónde le vino la inspiración para Suenan campanas?

C: Había visto una de las tantas películas que sacaron sobre el tema y me disgustó por lo predecible que era. Era muy fácil saber quién iba a ganar y cómo iban a morir los otros. Los personajes llevaban su destino tatuado en el rostro. Viendo eso no me costó mucho caer en cuenta que lo que necesitaban esas tramas era mi método del azar.

E: ¿Qué escribió a continuación?

C: Al ver el éxito de mi primera obra, me sentí tentado a escribir una segunda entrega, pero comprendí que, por ser más de lo mismo, se perdería el efecto sorpresa. En consecuencia, me comprometí a encontrar nuevas maneras de aplicar mi teoría del azar a la narrativa. Pronto se me ocurrió registrar minuciosamente todas las jugadas de una partida de ajedrez y, sobre ellas, montar una novela que retratase un conflicto local. A cada ficha le asigné un personaje y los acontecimientos de la partida constituyeron la estructura. El resto fue cuestión de carpintería. Ese libro fue Sobre blancos y negros.

Y, como ya había dado con un nuevo método, pude replicar el efecto a partir de otros juegos: Risk, Monopolio, Diplomacy, hasta Clue. Revise mis títulos y léalos como si se tratase de partidas y descubrirá, bajo la cháchara protocolaria, la estructura de un juego de mesa.

E: ¿Cómo fue la recepción de sus primeras obras?

C: Fenomenal. Aunque mi estilo dejaba mucho que desear (hay que ser sinceros con este tipo de cosas) (se ríe), mis historias eran tan impredecibles, tan cambiantes y tan fuera de lo común que mis libros se vendían como pan caliente. Ningún otro escritor lograba construir tramas tan emocionantes y que reprodujeran tan bien la vida misma, por lo que desde entonces he sido un best seller a nivel global y una figura de importancia capital en el mundo de las letras.

E: Usted habló de varias etapas. ¿Cuáles fueron sus otras innovaciones?

C: Vea, mi método de novelizar juegos de mesa me sirvió durante mucho tiempo, pero terminó por agotarse. Además, siempre sentí que me faltaba algo, que aún se podía ir más allá con el carisellazo literario, que aún no había llevado mi teoría del azar a sus últimas consecuencias. El problema radicaba, y me demoré mucho en comprenderlo, en que la redacción, a fin de cuentas, seguía en mis manos. El éxito de mis obras dependía enteramente de su estructura, fruto indiscutible de la fortuna. Mi estilo, en cambio, era mi mayor deficiencia.

Fue entonces cuando comprendí que debía encontrar un modo de que la redacción también dependiese de la suerte, que la escritura surgiese de los dados mismos sin que yo interviniera en nada. Ahora bien, ¿cómo hacerlo? Construir una historia a partir de acontecimientos casuales es una cosa, pero extraer de unos dados todo el discurso narrativo es otra muy distinta. Al fin y al cabo, en el primer caso tenemos un número finito de opciones y en el segundo, un número infinito de combinaciones posibles.

Ese fue mi verdadero reto y me demoré mucho en dar con el camino adecuado. Pero he aquí la solución: las palabras del español son, a fin de cuentas, limitadas y, por ende, susceptibles al azar. Nuestro vocabulario consta de un promedio de 88.000 palabras, pero, sumándole los arcaísmos, los americanismos y las conjugaciones de los verbos, obtenemos un total de 1.323.487. Ahora bien, lo que hice fue meterlas en una base de datos y contratar a un informático para que creara un programa (al que bauticé Carisellazo) que redactase textos con palabras al azar. Cuando lo probé, muy pocas oraciones tenían sentido. Obtenía resultados tipo: fuego castillo forcejemos marisma coto, judía frito rey acomodar culo. Había mucho que mejorar, pero el primer paso ya estaba dado.

El siguiente desarrollo consistió en organizar las palabras según su recurrencia. Por ejemplo, el pronombre relativo que y las preposiciones en y de son tremendamente comunes en cualquier discurso, por lo que deberían aparecer diez, veinte, treinta, cien mil veces más que la palabra esternón. Volví a contactar al informático y montamos un programa que contaba el número de veces que aparecían las palabras en los textos y devolvía sus frecuencias en porcentajes. A partir de los resultados obtenidos le hicimos unas cuantas modificaciones a Carisellazo. Aunque los textos mejoraron ostensiblemente, aun me quedaba un largo trecho por delante.

A partir de entonces me dediqué a hacerle pequeños ajustes que me fueron acercando a la perfección. Por ejemplo, opté por eliminar las preposiciones, las conjugaciones y las palabras “no-literarias”. Los primeros dos cambios respondían a la imposibilidad (aparente) de que el azar redactase con una precisa corrección gramatical. Al fin y al cabo, la frase Los duque sobre Castilla alcancé entre señor Ceballos está terriblemente escrita, pero no carece de sentido. Debería ser El duque de Castilla alcanzó al señor Ceballos. Ya que estos ajustes siempre resultan necesarios, da lo mismo que los verbos aparezcan solo en infinitivo y que todas las preposiciones sean sustituidas por una X. Lo mismo sucede con la puntuación. El segundo se debió a la poca probabilidad de que sean necesarias palabras como carpetovetónico en una narración.

Las otras mejoras ya son muy técnicas como para que resulten interesantes. Sin embargo, no tardé en alcanzar mis objetivos. Primero fue en poesía, pues la tendencia contemporánea a la abstracción facilitó sobremanera la obtención de versos aceptables. Y, después de unos cuantos intentos más, conseguí, finalmente, obras en prosa muy coherentes.

Cuando comencé a publicar mi nueva producción nadie lo podía creer. Mi estilo había mejorado a pasos agigantados y, sobre todo, por fin había logrado que toda la escritura dependiese del azar, algo que hasta entonces nadie había hecho.

Hoy en día me limito a poner mi programa a funcionar y a leer los textos resultantes. Desecho muchos y solo conservo los mejores. Pero, cuando sale uno de los buenos, el producto final es magnífico.

E: ¿No ha recibido muchas críticas por su modo atípico de enfrentar la labor literaria?

C: Bastantes, pero todas de envidiosos. El público me aclama y solo los demás escritores me lanzan pullas. Por ejemplo, ese Manuel Arango, mi compatriota, no me puede ver ni en pintura. Al fin y al cabo, como ninguno es capaz de alcanzar mis cotas de calidad, tachan mi técnica de “facilista”, de “frívola”. Dicen que soy un holgazán y que he traicionado al arte. Es más, incluso me acusan de haber infligido a la literatura un daño irreparable. Pero se equivocan. A los grandes innovadores y profetas siempre les lanzan piedras. Yo soy la punta de lanza que está abriendo el camino hacia el futuro.

E: ¿Ya superó su inseguridad de la infancia?

C: Yo sigo dependiendo de mis dados, de mis monedas y de mi carisellazo, si es eso lo que pregunta. Es más, eso nunca va a cambiar. Sin embargo, me forjé un tipo muy particular de voluntad: confío tanto en mis dados que se me podría considerar como una persona decidida. Al fin y al cabo, cuando el carisellazo habla, mi mano nunca tiembla.

E: ¿Cuáles son sus planes futuros? ¿Qué podemos esperar del próximo Armando Caballero?

C: Por un lado, seguiré produciendo obras sin pausa ni descanso. Por el otro, buscaré mejorar mi programa hasta el punto en que no produzca nada que no sea magnífico. Con unas cuantas condicionales es posible hacer que toda construcción tenga sentido. De hecho, poco a poco he logrado reintroducir preposiciones y conjugaciones. Basta con programar algo así: “Determinar sujeto de la oración — Analizar número y género — Conjugar verbo según número y género”, ¡y listo!

Tengo la esperanza de llegar, finalmente, a un estadio de perfección formal e innovación radical. Esa es mi mayor ambición: que un único carisellazo produzca el Quijote del nuevo milenio.



Miguel Aguirre Bernal: Profesional en Estudios Literarios de la UPB, actual representante del programa y miembro del Comité Editorial de la Gaceta el Galeón. Segundo puesto en el Concurso de Cuento Débora Arango (2012), premio Andrés Bello (2016) y finalista del Concurso de Cuento Andrés Caicedo (2017). Su relato “Crimen” aparece en la antología 8 cuentos (2017). Entre el 2019 y el 2020 dirigió el ciclo de conferencias El mapa de los objetos perdidos en Otraparte y durante tres años se desempeñó como guionista de videojuegos y experiencias interactivas en las empresas Indie Level Studio y Novotechno. Actualmente se dedica a la docencia.

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