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Foto del escritorEl Galeón Gaceta Literaria

Caminata en la madrugada

Autora: Andrómeda*


“Cuando nada es lo que parece, generalmente es todo lo opuesto”

Desde que hago uso de esta memoria, vivo en un área rural. No hay nada como las expresiones naturales para cualquier tipo de trayectoria y desde siempre me he considerado una criatura noctívaga: me fascina hacer ejercicio acompañándome únicamente por la grácil luz del satélite insomne. El pueblo en pleno viernes santo yacía desértico. Sus calles estaban abrazadas por el sosiego siendo cómplice de un sepulcral silencio; longitud y anchura atravesadas por los largos brazos de Morfeo atenazando los sueños de su población que no tardaría mucho en despertar. Los pobladores acostumbrados a dormir desde temprano después de aquel rumor que se murmuraba durante décadas en cada esquina: cada semana santa, una o varias figuras de yeso de la iglesia se paseaban por las calles, arrastrándose encima de los tejados. Los más osados testificaban que era la mismísima virgen María, precisamente la efigie de la dolorosa con toda parafernalia, llorando amargamente. Otros, que se trataba de Jesús llevando la cruz a cuestas y dejándola tirada en algún lado del camino mientras se reía a carcajadas. Algunos feligreses aseguraban que cuando se encontraban solos, antes de empezar la liturgia, se sentían observados por las estatuas y al mirarlas estas les devolvían la mirada con un tono escarlata: ojos rojos cargados de furia. Contaban los que supuestamente vieron, que luego esas figuras se burlaban de forma grotesca haciendo que los parroquianos salieran despavoridos del templo. Los monaguillos también denunciaron haber perdido objetos personales, como billeteras, celulares, hasta medios de transporte dentro del recinto sagrado, sus pertenencias desaparecían sin dejar ningún indicio. Eso para mí era algo increíble y añadiendo que jamás me topé con algo parecido durante mis travesías nocturnas. Aquello distaba mucho de ser real, seguramente se trataba de peleas felinas en los techos de las casas o imaginaciones extravagantes.

Aquella madrugada me dispuse a salir para realizar mi personalizado duatlón con bicicleta en mano; a veces encima de su silla, a veces dejándola anclada en algún sitio emprendía la marcha para luego regresar por ella. La actividad transcurría con normalidad, yo iba tranquilamente pedaleando en la vera del sendero que habitualmente recorría. Las manijas del reloj ya habían dejado su rastro sobre las 3:00 a. m.; tal parecía que aquella hora se mantenía estática. La visibilidad se tornaba brumosa, una atmósfera densa se respiraba en el aire. Mientras un cielo azul turquí observaba desde las alturas, recordé aquella novela de Fitzgerald, donde él mencionaba aquellos ojos de un rótulo como los ojos de Dios. Ese pensamiento no fue para nada reconfortante, pues se dice que se especula en el creador al culminar la obra y, siendo parte del proceso creativo del todopoderoso, quizá se estuviese escribiendo mi epílogo con la tinta de aquella plácida aurora. Mis glándulas sudoríparas destilaban el producto del ejercicio, en ese punto de la noche estaba realmente agotada. Decidí detenerme un rato para descansar un poco y aprovechar a hidratarme. La luna se veía inusualmente oscurecida, como si la penumbra hubiera devorado el resto del espectro de luz. Me quedé observando por un instante aquella rareza que me oteaba desde la cúspide. Me sentí en una de esas ocasiones en las que miras a una araña con pavor y ésta te devuelve la mirada. Bajé la vista y le di un sorbo al termo abastecido con agua. A pesar de la temperatura de mi cuerpo debido a la agitación y a la vestimenta acogedora que usaba esa noche, un viento gélido me obligaba a titiritar; extraños escalofríos se apoderaron de mi sistema y, aunque me abarrotaba el sudor, me carcomía el frío como si estuviera posándome sobre los cascos polares. La atmósfera infundía un dejo de misterio, mientras que el silencio sentenciaba peculiaridades terroríficas. Por mi parte no quería contagiarme de pensamientos sugestivos, prefiriendo ignorar cualquier sospecha de peligro, a pesar de las anomalías que se presentaron durante toda la expedición.

Habían transcurrido apenas treinta minutos, el tiempo parecía estar suspendido, su péndulo demasiado pesado como para avanzar al ritmo habitual lo mantenía casi que inamovible y condenado a apuntar hacia el núcleo gravitatorio. No sé por qué se me vino a la cabeza la imagen de una pintura de Dalí: “La persistencia de la memoria”; aquella donde los relojes se escurren en una especie de playa árida y desolada, acompañados por hormigas, moscas, un espejo, un oval naranja y un árbol seco, entre otros objetos, representando así, una sugerente noción distorsionada de los segundos, derretidos por los recuerdos y el aferramiento a pasados muertos e imposibles de revivir. La onomatopeya de un tictac enfurecido resonaba en mis pensamientos, como en esos instantes que el fluido eléctrico deja de funcionar y el silencio se esparce por toda la habitación en la mitad de la noche, encontrarme viviendo en un pueblo cuya zona semirrural constaba de una invaluable riqueza en flora que enmarcaba los alrededores con el reverdecimiento de la fructífera arborización. Al parecer Eolo desistió de seguir soplando sobre la frondosidad de aquel paisaje, conservando estática la actividad, pero el frío seguía imparable, abrazándose a los huesos casi erguidos por la ferocidad de su presencia. No pasó mucho tiempo cuando una embestida me hizo sacudir con sorpresa, un viento con tono huracanado contrarió lo anterior, como si Eolo hubiese despertado y resoplado en mi cara, diciéndome con un particular acento burlesco: «Hola, ¿me extrañabas?».

Atribuyendo el singular episodio al cansancio, me dispuse a continuar el recorrido, y devolviéndome hacia donde había dejado atajada mi recién adquirida bicicleta, logré desatarla para montarme sobre su silla y salir lo más pronto de allí. No había terminado de treparme en ella, cuando noté que el satélite que en otrora se cubría de oscuridad irradiaba diáfano en la cumbre del cielo. La rareza más grande fue cuando advertí que no se encontraba solo; la luna especialmente clara se hallaba cortejada por seis estrellas cuyos matices luminiscentes contrastaban con un rojo encandilado que mis globos oculares jamás habían visto. Me pregunté cuántos eones llevaban de muertas para lograr tan inusual pigmento, excelsas y solas en el firmamento, como si las demás piezas del cúmulo celestial durmieran. Me enojé conmigo misma por no haber llevado el móvil aquella fenomenal noche, ese panorama era digno de reflejarse en fotografías. Imaginé sacar un video y que ese espectáculo empíreo se viralizara, luego puse los pies sobre la tierra y pensé que eran puras añoranzas. Ya nada podía hacer, sólo apreciar la particularidad de la situación y atesorar las imágenes en mi memoria; quizá en un futuro se lo contaría a mis nietos (realmente estaba delirante), que tuve la velada más loca en abril, que la luna jugaba a las escondidas en su propio eje, mientras lucecitas rojizas y parpadeantes la buscaban, y abajo las personas dormidas no sospechaban que la brisa nos abandonó por unos minutos y Bóreas reinó por cierto lapso dentro del pueblo más caluroso del país.

De sopetón mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando a lo lejos vislumbré la iglesia municipal, ubicada en la cresta de una pequeña montaña que se situaba a las afueras del municipio. A pesar de no tener una elevada altura, destacaba por encima de las casas; era un monumento a la fe. Las personas domingo tras domingo peregrinaban en el templo. Era una cita de fervor, sobre todo para doña Lucrecia, doña Cecilia y doña Concepción, tres mujeres cuya devoción era conocida por todos; cada tarde rezaban el rosario antes de empezar la eucaristía. Como ellas habían varias, pero particularmente este trio de señoras resaltaba de las demás por su bondad, generosidad y compromiso con la comunidad eclesial.

Ciertamente, en la lejanía, el lugar emanaba un aura tétrica, daba la impresión de un mausoleo vampírico atestado de terribles monstruos. Un aire helado me recorrió toda la espina dorsal. A lo largo del trayecto iba levantándome todos los vellos en plena señal de erizamiento. A pesar de no estar tan cerca, sólo contemplaba la posibilidad de alejarme y, como de la mayor cobardía brota el valiente dormido, el mío no se hizo esperar y, cuando despertó, apunté la dirección del manubrio hacia la iglesia.

Al llegar al destino predispuesto, advertí que la zona se hallaba demasiado lúgubre, teniendo en cuenta que ya la madrugada daba el tinte azul menos denso a esa hora; pero, aunque los minutos pasaban, el cielo se negaba a dejar pasar la luz. Mi pretenciosa imaginación creyó ver un sol apresado luchando por salir del encierro y dar la cara al planeta (o al menos al pueblo). Un golpe sordo se escuchó en el interior. Acto seguido, la puerta se abrió con sigilo, mientras el rechinar de las oxidadas bisagras daban apertura. Me quedé pasmada, pero ya estando allí me aventuré a ingresar precavida y evitando hacer ruido. La oscuridad reinaría en el sitio si no fuese por las luces que derramaban una considerable cantidad de velas moradas y negras colocadas delicadamente para simular una estructura esférica alrededor del altar. Intentando ver más a fondo, un pábilo encendido casi me quema al pasar demasiado cerca suyo; la parte que casi toca quedó ennegrecida. Escaneando el recinto percaté que las estatuillas de los santos que lo decoraban, a excepción de la virgen que no estaba, yacían de espaldas. No sé si debido a la noción ambivalente del evento, o por los nervios que ya me carcomían por dentro, noté al pasar frente a ellas que unas ligeras lágrimas escarlatas descendían de sus inanimados ojos. Nuevamente esa sensación de adrenalina se apoderó de mi ser; deseaba marcharme, pero a la vez quería ver que había más allá. En lo que se disponía ser el centro del ritual, unas personas vestidas con un manto largo de color carmesí giraban en torno a una silueta que destacaba en el escenario. Para mi sorpresa, entre aquel vulgo reconocí a tres mujeres: se trataba de doña Lucrecia, doña Cecilia y doña Concepción. Algo dentro de mí me incitó a proseguir y develar el propósito de aquella ceremonia nocturna; con un impulso frenético, me movilice sin temor a ser descubierta por los miembros del diabólico ritual. Increíblemente nadie reparó mi presencia, era como si sea lo que fuese que hicieran los mantuviera absortos. Cuando por fin llego al centro, diviso que en el foco donde todos apuntaban la mirada la figura que destacaba era la de Margarita, la hija de don Gregorio, el tendero; una señorita de unos veintitantos años. El pañuelo empapado por sus propias lágrimas le cubría la boca, yaciendo atada al mesón donde generalmente las mismas mujeres que la mantenían presa tomaban la comunión. La joven me miró con los ojos abiertos como platos. Supuse que aquella expresión en su rostro buscaba misericordia y salvación en mí. Sin dudar, me abalancé contra la señora Cecilia, quien sostenía un afilado escalpelo. Apresuré a quitárselo e inmediatamente se lo introduje a la muchacha en el pecho, atravesándole y procurando abrir ligeramente hacia abajo para sacarle el corazón antes de que el órgano vital dejase de latir. La pobre que casi no tuvo tiempo de reaccionar; con su último aliento, desató una de sus piernas del lazo que la amarraba para lanzar una patada. Finalmente, giré para ver a los ahora hincados miembros del culto.

—¡Qué difícil son estos sacrificios con humanos! —exclamé, mientras dos de mis dedos de escayola desprendidos por el forcejeo caían al suelo.

—La muy estúpida me ha dejado manca.

—¡Ave María! —alabó la congregación.


* Mi nombre es Karina Espinosa Díaz, pero me encanta usar mi seudónimo, Andrómeda. Soy oriunda de Turbaco, un municipio del departamento de Bolívar, en la costa norte de Colombia. He pasado más de dos décadas deleitándome con las letras macabras de Poe y el terror cósmico de Lovecraft, junto con otros grandes referentes de la literatura oscura. Este cuento pertenece a una colección que he bautizado "Realismo Macabro". Quedé seleccionada en dos convocatorias a nivel internacional: con la editorial Alas de cuervo, en su convocatoria de Terror Histórico; con el sello Gold Editorial, en su convocatoria de poesía en homenaje a León de Greiff. Ambos compendios saldrán este año.

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