Autor: Krestofer Mendoza
Solía ver a los chicos entrenar cuando practicaba baloncesto en el club en el que estaba. Hubo un momento en dónde solía salirme de entreno, me hacía la adolorida, la enferma, para quedarme sentada echándome hielo mientras veía como entrenaban al equipo de chicos. Era apenas una pequeñita soñando tener un equipo con el cual foguearme, pero no había equipo de mujeres. Deseaba ser entrenada como esos hombres, pero siempre me rechazaron por ser mujer, porque claramente una mujer no puede entrenar de la misma forma que un hombre, ¿verdad?
Así que solo me sentaba a mirarlos entrenar, y aprendía desde la distancia, con la esperanza de que algún día me levantaría como un hombre, al fin entrenaría con ellos y tendría un gran equipo con el cual jugar mis partidos. Odiaba ser mujer. Dios, como lo odiaba. Siempre desee ser un hombre; no porque me sintiera como uno, sino porque quería tener las mismas oportunidades que ellos; porque un hombre puede obtener oportunidades en cualquier lugar al que vaya sin importar qué hueco sea, pero una mujer no. Odiaba ser mujer, porque quería entrenar como hombre, porque quería cumplir mis sueños. Ahora crecí, y me di cuenta de que el universo me trajo una de las mejores enseñanzas de vida que podría haber deseado jamás: cuando más deseaba ser hombre, me trajo un equipo de mujeres; cuando más quería ser hombre, me llevo a un instituto únicamente de mujeres; cuando más quería ser hombre, la vida me enseñó lo increíble, místico y magnífico que es ser una mujer. Y ha sido un proceso largo amar quien soy, pero hoy, al menos, puedo pararme y decir con seguridad que amo ser mujer y no cambiaría eso por nada.
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