Por: María Camila Campo Colón*
Parte primera:
Los Jelofes
La nao negrera llega al puerto de ventas, de comercio humano; la gente se acerca como si promocionaran mercancía, solo que la mercancía camina en dos piernas, la bipedia, la memoria, la memoria acentuada, enfatizada por gravedad, se lee me-moría, los negros mueren en los brazos despiadados de la servidumbre blanca, recuerdan sus cadenas, la rasgadura sobre la piel que el hierro hirviendo deja. La existencia misma, para ellos, es la marca, la mancha, la condena de no ser para sí, sino para otro, la potestad blanca, la jerarquía de Jim Craw los envuelve, como si de crisálida sobre oruga se tratase, solo que la metamorfosis es inversa, retrocede en su transformación, se secan las alas, se deshace el vuelo, se vuelve al gusano, hasta ahí llega el proceso. Lo inverso y lo siniestro es lo que se anida sobre el cuello mismo de la nada, el grito de libertad que se le suma es solo un aullido sordo y desesperado que nadie escucha; si no es escuchado, no existe, la anti-nada, el cenit mismo de la existencia se decanta cuando el objeto en tanto sustancia es reconocido; a los negros ¿quién ha de reconocerlos?
Cuentan los cuentos que el gran monstruo perseguidor estrangulaba esclavos en medio del bosque, gente con capuchas blancas en punta que se divertían como niños con nuevos juguetes que terminan olvidando en los terrenos baldíos de la memoria, y lo olvidado solo cabe en la vacuidad.
El canto al vacío, la gran oda vacua de la que no se emana ruido. La laxitud de la vida que se desbarata, pero que se alza en cuanto resiste. ¿Acaso se existe porque se piensa? Se existe en la medida en que el cuerpo encadenado, mismo al que no se le hace justicia, encuentra la manera de resistir: “resisto, luego existo”.
Parte segunda:
Musicalidad
Cantaré al sol que cae.
Cantaré a la luna solitaria que se alza sobre la densa noche.
Cantaré a la noche que extiende su tela por encima de todos.
He de cantar, ¡sí!, He de hacerlo para conquistar el miedo.
Canto sin melodía, canto con los lamentos, canto por los gemidos de mis negros ancestros.
Alzo mi voz que se agrieta con cada bocanada de aire; las cuerdas vocales cansadas resisten y emiten los sonidos del pasado.
Que mi voz ácida sea escuchada, que retumbe en los altos cielos, que llegue a los confines de la tierra misma, que los que no me conocen sientan el clamor contra mis cadenas.
Que la esclavitud sea la molestia.
Que las cadenas que me atan imiten el gran tridente de Satán.
Que la sazón de los frutos que emanan de los suelos y que nacen en los árboles encuentren su destino final entre las manos que los cultivan.
Parte tercera:
Ori merin
¡Oh gran dictador universal que moras allá en lo alto! dígnate bajar a las bajas regiones de la tierra. ¡Mira! Las cicatrices sobre la piel negra que los grilletes dejan.
¡Mira! El corazón abrasado que arde y danza con todos los soles que han caído.
¡Escucha! Como resuena la tambora tocada por manos rápidas que han sabido sortear los grandes retos del infierno terrenal.
Los orishas me oyen, me miran.
Oyen el clamor de mil voces en una.
Miran el juego ancestral que nace desde el dolor.
La felicidad que se encierra en la sobrecogedora jaula de un centenar de negros.
La felicidad que los negros aprehenden desde sus cadenas.
La vida que los orishas van trazando.
¡Olorun! El gran regidor del éter celeste.
El creador de nada.
Tuya es la negación y su opuesto: La verdad.
La verdad asida al cuello mismo de la existencia.
El todo y, a su vez, la parte que lo conforma.
Eres el gran descubridor de la raza negra.
Parte cuarta:
La Libertad
Llevas a tus espaldas el oro.
El coral negro de Senegal.
¡Orunmila! Padre del destino, el destino es la libertad.
¡Sabio Orunmila! Eres el descubridor, el libertador.
¡Orunmila padre de la libertad!
Eres el libertador de la raza que con oro creó Obatalá.
Raza cuya linfa, raza cuya sangre canta a los ancestros milenarios.
El pálpito del corazón absoluto, el motor que bombea el deseo del ser negro que se erige y desencadena con cantos bestiales.
¡Canta! ¡Baila! Al son de la tambora. Que los grandes orishas oigan el retumbar de tus pies, besa el fuego que te abrasa, que tu canto libertario llegue a los limites de lo que alguna vez fue.
Honra la memoria de los que callaron, que su miedo haga que grites, crea un nuevo mundo desde las cadenas que aún no conoces.
Vislumbro cómo los caballos de mis dioses cabalgan.
Galopan rítmicamente al son de los cascos que impactan la tierra móvil que contempla nuevos frutos, tierra sobre la que el sol cae.
Que las manos callosas, el sudor que emana de lo más recondito de los poros trace su cauce sobre la negra piel que te enorgullece.
Parte quinta:
El despertar
¡Despierta!
La humanidad contempla un nuevo cielo.
La aurora que adorna el nacer de un nuevo día.
¡La libertad es el camino, el destino de la vida que se mece entre los brazos del límpido éter celestial!
Recuerda que pisas la tierra que será caminada y cultivada por nuevas generaciones.
Haz de tu vida historia.
Haz de tu historia canción.
Haz del canto tu destino.
Y que tu destino tenga las mismas alas aguilescas de lo que no se ha encadenado jamás.
Parte sexta:
El cielo en la tierra africana
La cofradía negrera se une con los que están y con los que ya no son.
La unión como el brazo fuerte que desbarata el gigante que encadena.
El miedo que ya no existe, ni la libertad que se lo ha tragado.
El manifiesto que con sangre se ha grabado en la linealidad misma del tiempo.
El tiempo mismo, como el gran caminante, suyo es el porvenir.
¡Contempla y recoge estrellas de todos los cielos que nos han acobijado!
* María Camila Campo Colón, es estudiante de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Además de dedicarse a asuntos académicos, propios de la disciplina/oficio que desea ejercer, le gusta inventar cosas, ser impostora, caer en juegos de ficción/simulación o, lo que es lo mismo, escribir.
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